CANTO II- La Tentación del Desaliento

La tentación del desaliento. La razón de la lucha: El amor de las tres santas mujeres. El poder de la piedad. Comienza el viaje.

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Expiraba ya el día, convidaba
el aire a descansar de sus fatigas,
y hombres y bestias buscan las amigas
caricias. En silencio reposaba
todo. Solamente yo me aprestaba
a la dura batalla, enemigas
todas las fuerzas, todas las intrigas
e insidias de la noche que empezaba.

¡Cuánto pesa la lucha en soledad!
¡Cuánto impide el sentir que están dormidos
los otros! ¡Cuánto cuesta a los sentidos
el intento del Bien y la Piedad,
si no son dulcemente compartidos!
Vosotras lo sabéis, Musas: ¡Hablad!

He aquí que apenas iniciado
el paso, parecióme la aventura
muy grande para mí, quizás locura
de un soñador al sueño abandonado.
Miré mis fuerzas, vime acobardado,
miré mis luces, vime mi negrura,
miré mis ansias, vi tanta amargura…,
miré mi corazón…, ¡tan fatigado!

Y como el que desvía la mirada
del noble esfuerzo y en el punto mismo
se pierde, tal fue en mí, cuando dudé.
—¡Poeta! —dije—, ve que no soy nada:
¿Cómo voy a cruzar por el abismo?
Dímelo tú, que yo ya nada sé.

Pero la sombra de mi noble Guía
me respondió:
—Si mal no he comprendido,
teme tu corazón entristecido,
y manda en tu razón, la cobardía.
¡Cuántas empresas, que cual claro día
habrían de ser luz, no se han cumplido!
¡Cuántos nobles deseos se han perdido
en las arenas de esa amarga ría!

Como la bestia que corre espantada,
al ver su propia sombra, perseguida
por la imaginación de sus terrores,
así tú. Quede tu alma sosegada.
Te daré la razón de mi venida
y ella te librará de tus temores.

—Me hallaba con los míos, suspendido
en ese sitio sin pena ni gloria,
donde no existe ni vergel ni escoria,
pues que la salvación no ha conocido,
cuando Aquella, —a quien siempre tú has querido
y que, dulce, te guarda en su memoria—,
llegó hasta mí y me contó tu historia
con suave voz y acento compungido.

Bellísima bienaventurada
bajó hasta allí, desde el más alto Cielo,
movida del amor y la piedad.
Beatriz es su nombre. En su mirada
brillaba el ansia por tu desconsuelo,
y me habló, más hermosa en su bondad:

—»El alma de mi amigo está acosada
en la desierta playa, ya la huida
a punto de emprender. ¡Vete enseguida!
¡Sácale de la senda desgraciada!
Con tu palabra noble e inflamada,
con cuantos modos tu saber decida,
con cuanto sea, por salvar su vida,
ve en su ayuda, y yo quede consolada.»

Y yo le respondí: —Presto, Señora,
me hallo a cumplir cuanto de mí reclames;
tarde se me hace ya el obedecer,
pero del bien que en vuestros ojos mora,
dame razón, para que así me inflames
y así el Amor me diga qué he de hacer.

Y ella me dijo: —“La Mujer que es todo
piedad, la que mitiga todo juicio,
la que encuentra remedio en el perjuicio
y salva al hombre de su triste lodo,
miró a mi amigo, y con su dulce modo,
habló a Lucía, que en su atento oficio
vino a mí. Y yo pongo en ejercicio
el ansia de las tres, que es una en todo.»

—Y la que descendió del Paraíso
sus ojos me mostró, llenos de llanto,
que me incitó a venir con más presteza.
Y aquí me tienes, tal como ella quiso,
para salvar tu vida de este espanto
y guiarte al umbral de la Belleza.

—Así pues, ¿Qué te ocurre? ¿Por qué quedas
ahí? ¿Qué le ha pasado a tu valor?
¿Por qué albergas en ti tanto temor?
¿Acaso hay causa porque al miedo cedas?
Mira la gran razón y así procedas:
Tres benditas mujeres, con amor
suplican en el Cielo en tu favor.
¿Hay cosa alguna que en su honor no puedas?”

Como la flor doblada, adormecida
por el nocturno hielo, el sol levanta,
así pasó a mi corazón cansado.
Sentí nacer en mí el fuego apagado
y soltándose el nudo a mi garganta,
empecé a hablar como persona ardida.

—¡Piadosa Aquella que acudió en mi ayuda!
¡Leal amigo, que hasta mí viniste,
y, presto, al dulce ruego respondiste
sin rastro alguno de temor ni duda!
Mira todo mi ser, cómo se muda
a tus palabras que en amor prendiste,
mira mi corazón que reviviste,
mira mi fe que, firme, a ti se anuda.

¡Camina! Uno es ya nuestro deseo.
Se tú el Maestro, el Señor y el Guía.
Ansioso me hallo de emprender el viaje.
Poco es mi vida, para el bien que veo.

Y tras sus pasos, penetré en la vía
de aquel lugar arriscado y salvaje.

Expiraba ya el día, convidaba
el aire a descansar de sus fatigas,
y hombres y bestias buscan las amigas
caricias. En silencio reposaba
todo. Solamente yo me aprestaba
a la dura batalla, enemigas
todas las fuerzas, todas las intrigas
e insidias de la noche que empezaba.

¡Cuánto pesa la lucha en soledad!
¡Cuánto impide el sentir que están dormidos
los otros! ¡Cuánto cuesta a los sentidos
el intento del Bien y la Piedad,
si no son dulcemente compartidos!
Vosotras lo sabéis, Musas: ¡Hablad!

He aquí que apenas iniciado
el paso, parecióme la aventura
muy grande para mí, quizás locura
de un soñador al sueño abandonado.
Miré mis fuerzas, vime acobardado,
miré mis luces, vime mi negrura,
miré mis ansias, vi tanta amargura…,
miré mi corazón…, ¡tan fatigado!

Y como el que desvía la mirada
del noble esfuerzo y en el punto mismo
se pierde, tal fue en mí, cuando dudé.
—¡Poeta! —dije—, ve que no soy nada:
¿Cómo voy a cruzar por el abismo?
Dímelo tú, que yo ya nada sé.

Pero la sombra de mi noble Guía
me respondió:
—Si mal no he comprendido,
teme tu corazón entristecido,
y manda en tu razón, la cobardía.
¡Cuántas empresas, que cual claro día
habrían de ser luz, no se han cumplido!
¡Cuántos nobles deseos se han perdido
en las arenas de esa amarga ría!

Como la bestia que corre espantada,
al ver su propia sombra, perseguida
por la imaginación de sus terrores,
así tú. Quede tu alma sosegada.
Te daré la razón de mi venida
y ella te librará de tus temores.

—Me hallaba con los míos, suspendido
en ese sitio sin pena ni gloria,
donde no existe ni vergel ni escoria,
pues que la salvación no ha conocido,
cuando Aquella, —a quien siempre tú has querido
y que, dulce, te guarda en su memoria—,
llegó hasta mí y me contó tu historia
con suave voz y acento compungido.

Bellísima bienaventurada
bajó hasta allí, desde el más alto Cielo,
movida del amor y la piedad.
Beatriz es su nombre. En su mirada
brillaba el ansia por tu desconsuelo,
y me habló, más hermosa en su bondad:

—»El alma de mi amigo está acosada
en la desierta playa, ya la huida
a punto de emprender. ¡Vete enseguida!
¡Sácale de la senda desgraciada!
Con tu palabra noble e inflamada,
con cuantos modos tu saber decida,
con cuanto sea, por salvar su vida,
ve en su ayuda, y yo quede consolada.»

Y yo le respondí: —Presto, Señora,
me hallo a cumplir cuanto de mí reclames;
tarde se me hace ya el obedecer,
pero del bien que en vuestros ojos mora,
dame razón, para que así me inflames
y así el Amor me diga qué he de hacer.

Y ella me dijo: —“La Mujer que es todo
piedad, la que mitiga todo juicio,
la que encuentra remedio en el perjuicio
y salva al hombre de su triste lodo,
miró a mi amigo, y con su dulce modo,
habló a Lucía, que en su atento oficio
vino a mí. Y yo pongo en ejercicio
el ansia de las tres, que es una en todo.»

—Y la que descendió del Paraíso
sus ojos me mostró, llenos de llanto,
que me incitó a venir con más presteza.
Y aquí me tienes, tal como ella quiso,
para salvar tu vida de este espanto
y guiarte al umbral de la Belleza.

—Así pues, ¿Qué te ocurre? ¿Por qué quedas
ahí? ¿Qué le ha pasado a tu valor?
¿Por qué albergas en ti tanto temor?
¿Acaso hay causa porque al miedo cedas?
Mira la gran razón y así procedas:
Tres benditas mujeres, con amor
suplican en el Cielo en tu favor.
¿Hay cosa alguna que en su honor no puedas?”

Como la flor doblada, adormecida
por el nocturno hielo, el sol levanta,
así pasó a mi corazón cansado.
Sentí nacer en mí el fuego apagado
y soltándose el nudo a mi garganta,
empecé a hablar como persona ardida.

—¡Piadosa Aquella que acudió en mi ayuda!
¡Leal amigo, que hasta mí viniste,
y, presto, al dulce ruego respondiste
sin rastro alguno de temor ni duda!
Mira todo mi ser, cómo se muda
a tus palabras que en amor prendiste,
mira mi corazón que reviviste,
mira mi fe que, firme, a ti se anuda.

¡Camina! Uno es ya nuestro deseo.
Se tú el Maestro, el Señor y el Guía.
Ansioso me hallo de emprender el viaje.
Poco es mi vida, para el bien que veo.

Y tras sus pasos, penetré en la vía
de aquel lugar arriscado y salvaje.