CANTO XVI- Diálogo con Tres Grandes de Florencia sobre el Estado de la Ciudad.

Diálogo con tres Grandes de Florencia sobre el estado de la ciudad. En el despeñadero del Flagetón. El cebo para atrapar a Gerión. El Infierno.

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Nos llegaba el sonido del agua al

caer el abismo que avisaba

la presencia del borde, donde acaba

este sitio y comienza otro mal,

más terrible y oscuro, más brutal,

enconado y dañino.

Aún quedaba

un trecho hasta alcanzarlo y yo miraba

al grupo que cruzaba el arenal,

empapado en el fuego, cuando

tres sombras, juntas, partieron gritando,

corriendo hacia nosotros:

 —¡Tú, que pasas

sin dañarte la arena ni las brasas,

detente! —me decían—. Por tu traje

llegas de esa ciudad, donde el ultraje

es moneda que corre cada día

más. ¡Qué heridas vi en sus cuerpos y aún es

que me siguen doliendo! 

—Sé cortés con ellos —me advirtió mi Guía—,

fueron de gran estima y gran valía,

y a pesar del estado en que les ves,

si no es el fuego, bien fuera al revés

la carrera, y tú quien correría

a su encuentro.

Cuando se encontraron

ya cerca de nosotros, comenzaron

a girar en redondo, levantando

sus rostros hacia mí, siempre cambiando

los pies y la cabeza, sin dejar de moverse.

 — Si ahora nos ves temblar —dijo uno —,

si este mísero estado

te lleva a despreciarnos,

nuestra fama te incline hacia nosotros,

que aún aclama tu tierra nuestro nombre.

A mi lado,

éste que ves, desnudo y abrasado,

lleva la sangre de una noble dama

y bien usó su espada y aún se llama por ella.

A este otro, no ha acabado

de agradecer tu tierra sus consejos,

y, de haberlos seguido, fueran lejos

sus males de hoy. En cuanto a mí, me hallo

bajo la culpa cuyo nombre callo,

por causa muy distinta y bien diversa,

una esposa cruel, dura y perversa.

  Si no fuera por el temor del fuego,

a sus pies, no a sus brazos, yo me hubiera

arrojado, y bien lo consintiera

mi Señor.

—No penséis, os lo ruego,

que os desprecio. Mi corazón es lego en vuestra pena

y vanamente fuera

vuestro juez, ni mi razón pudiera

entender una causa a que no llego.

Soy de vuestra ciudad y siempre he oído

vuestros nombres, honrados con respeto

y afecto. En cuanto a mí, he venido,

mas no para quedarme, para ver

todo el dolor del hombre y comprender

mejor su corazón, que está sujeto

a tantas trampas.

 —Dinos, ¿La cortesía

existe aún? ¿o ya se la ha arrojado

de la ciudad? Algunos que han llegado

hace poco traen nuevas que sería

terrible de ser ciertas.

—Yo os diría

—les dije—, que aún se han callado muchas cosas.

Sabed que se ha instaurado

el reino del temor, la hipocresía y el orgullo.

Las rápidas ganancias

sin esfuerzo, las míseras jactancias

del poder cuando busca su provecho

propio  y el poder del dinero

hacen de la ciudad estercolero.

¡Ya no hay ni cortesía ni Derecho!

  Así grité bien alto. Y ellos tres,

al oír mí respuesta, se miraron

asintiendo y luego murmuraron

dirigiéndose a mí:  —Feliz tú, si es tal tu temple y no cede,

aunque estés perseguido.

Luego me suplicaron

por su memoria y se alejaron

corriendo, cual vinieron, a través

de las brasas.

Seguimos nuestro paso.

Y se oía el bramar que ensordecía,

del agua al despeñarse, sin acaso

dichoso, sin salida.

Anudaba mi cintura la cuerda en

que pensaba domeñar la pantera.

No podría pensar que mi Señor me la pidiera,

pero así fue, y se la di enrollada.

Y una vez en sus manos, fue arrojada

como un cebo al abismo.

Desde fuera,

como suele pasar en la escollera,

cuando la gente contempla callada

—mas no sin pensamiento—, la ignorada

maniobra, yo así — en tanto—, a la espera,

me decía: a ver lo que sucede.

  —Mira allí y lo verás —dijo mi Guía.

  En las verdades que el hombre no puede

mostrar sin que parezcan fantasía, es prudencia callar.

Pero yo tengo que hablar 

y a mi Señor me atengo.