27 Ene CANTO XXVI- Octava Bolsa. El Foso de los Fuegos Fatuos.
Octava Bolsa. El foso de los fuegos fatuos. Las mentes pervertidas. Ingenios extraviados del mundo antiguo. Ulises y Diomades. Relato del último viaje de Ulises.
¡Albricias, Patria mía! Eres tan
grande que tu nombre cruza el mar
y la tierra, y se oye resonar
en el Abismo. Cinco y de gran
alcurnia y fama, allí están
de los tuyos, nada más al entrar
en la Zahurda, para mi pesar
y tu deshonra. Ya ves dónde van
tus caminos…
Pero si es verdad
lo que se sueña en el amanecer,
aún más daño te hará la ruindad
de un pequeño Prato, en querer
tus males. Y si ha de ser, que sea
cuanto antes, para que no lo vea
ya viejo, sumando en la amargura
tus daños a mis años, sin poder
ayudarte.
Luego, tras volver
al arco, pasamos a la hondura
de la octava fosa, por senda dura
y tan abrupta, que hay que poner
la mano con el pie, para hacer
el paso. Y cambié de negrura
y de angustia.
Allí me estremecí,
como tiemblo ahora, cuando pienso
en aquello, y refreno y tenso
mi ingenio en la humildad, para que si
mi estrella, o poder más alto, me
lo dio, no sea mi orgullo quien se
lo ciegue.
No ve en verano
el campesino —al llegar la hora
del cínife, cuando se demora,
y dando el descanso a la mano
del trillo o la vid, desde el altozano
de su hijuela extiende, inquisidora,
su vista sobre el valle, donde mora
ya la noche del sueño y del desgano—,
no ve más luciérnagas pasar
en las sombras, como fuegos vi vagar
dentro de la octava fosa, cuando
al cruzar el puente encontré,
en su borde, un hueco desde el que podía ver el fondo.
Y si buscando
Eliseo a Elías, tratando
de seguirle, cuando se alzó
su carro, —que tan sólo alcanzó
a divisar la gran luz desgarrando
el espacio que se iba adentrando
en lo alto, hasta que se ocultó
en las nubes—, así me sucedió
a mí, al detenerme, observando
aquel abismo.
Los fuegos embozan
a los seres, cual pantallas que encierran
la lumbrera en un hueco apartado
e impenetrable, la destierran
de toda visión y encorozan
su ser. Allí el espíritu, cercado
todo por su fuego encubridor,
es una llama oscura sin figura
ni rostro.
Yo miraba la hendidura,
doblando el cuerpo para ver mejor,
tan absorto, que si no fuera por
el pretil de la roca, me captura
y topara en el suelo de la hondura,
sin rozar ni una piedra. Mi Señor,
viendo mi interés, me dice: —
Dentro de esos fuegos secos, vagan los
espíritus, cada cual confinado
en su llama.
—Maestro, he pensado
lo mismo. Pero ésa, hendida en dos
lenguas que se unen en el centro,
¿quién es?
Y mi Guía: —Ésos son
Ulises y Diomedes: uncidos
en la condena como avenidos
estuvieron en la ambición,
en el engaño y en la pasión
por el ardid. Pagan los descuidos
de la ingenua Troya, los gemidos
de Deidamia, cuyo corazón
llama muerto a su Aquiles, y el robo
de la amable diosa protectora
de la ciudad, manchando como el lobo,
la tregua de la noche que aún llora
su infamia.
—¡Ay, Señor! —le digo—,
sabes que te obedezco y que te sigo
en todo. Por eso, te ruego y te
suplico que si pueden hablar
y sus palabras pueden traspasar
la llama, déjame esperar a que
se acerquen.
—Así lo haré,
y bien se lo que quieres preguntar
—me dice—. Pero aquí hay que obrar
con sutileza. Yo intentaré
que respondan. Tú, ahora, procura
callar y déjame hacer a mí.
Estos griegos son arrogantes y
si tú les preguntaras, pasarían
de largo y ni aún se dignarían
a escucharte, desde la altura
de su linaje.
Y luego de buscar
el punto, mi Señor se dirigió
a ellos del siguiente modo:
—¡Oh, vosotros dos,
que hacéis impar
vuestra llama! Si el pergeñar
mi alto poema que extendió
vuestra fama en algo me ganó
vuestra estima, cese vuestro vagar
y dígame uno de vosotros, dónde
fue a morir extraviado en el
último viaje.
Entonces, de aquel
fuego antiguo, la lengua que esconde
al mayor comenzó a oscilar
y agitarse como la vela al notar
el viento, con un rumor lleno de
fatiga, hasta que al fin sacó
de su punta una voz que habló
así:
—Luego que me aparté
de Circe, que por más de un año me retuvo en Gaeta
—aunque entonces no
tenía el nombre que le dio
Eneas—, y cansado, regresé
a los míos, ni el temor filial,
ni la piedad debida a la vejez
del padre anciano, ni la ternura
de Penélope, me dieron ventura
ni sosiego, ni calmaron mi sed
de ver el mundo, tanto en su mal,
como en sus virtudes.
Y así pues,
me lancé al mar dilatado,
sólo con mi barco y aquel puñado
de adictos que no me abandonó.
Vi cuantas tierras le bañan.
Recorrí entrambas costas de uno y otro lado,
hasta España y Marruecos y lo alzado
en su mar.
Éramos ya viejos y
lentos, cuando llegamos a la estrecha
garganta, donde Hércules plantó
las dos columnas, prohibiendo pasar.
Dejé a Sevilla a mi derecha,
y antes Ceuta a la izquierda.
—“¡Oh, hermanos! —les dije—.
Tras arrostrar
mil peligros, habéis arribado
a Occidente. No os queráis negar
la gloriosa experiencia de alcanzar
las riberas del mundo reservado,
que todavía no le fue entregado
al hombre y se halla en este mar,
siguiendo el sol. Ya va a terminar
la vida. Ved que no se os ha dado
para pasar como brutos, sino
para lograr la virtud y la ciencia”.
Y tras estas palabras, prendió
en mi gente tal ansia e impaciencia,
que hubiera sido inútil el enmiendo
a la decisión. Y así, volviendo
la popa a Oriente, siempre torciendo
a la izquierda, hizo nuestra osadía
los remos alas.
La noche veía
ya todas las estrellas surgiendo
del otro polo, y el nuestro —durmiendo
al otro extremo—, apenas parecía
sobresalir del agua y escondía
las suyas.
Cinco veces vi creciendo
y menguando a nuestra luna,
desde que entramos en aquel gran mar,
cuando se nos apareció una
montaña que pese a la negrura
de la distancia, era de tal altura
que su cima parecía entrar
en lo alto. Aquello nos llenó
de gozo, que pronto se nos trocó
en tristeza.
De esa tierra surgió
un remolino que se dirigió
a nuestro barco y lo embistió
de frente. Por tres veces lo giró
en las ondas. A la cuarta, alzó
la proa en el aire y apretó
la popa, que al punto se hundió
en el abismo que se abrió
bajo nosotros por la voluntad
del Desconocido.
Y tras entrar
nuestra nave en la profundidad,
las aguas se volvieron a quedar
lisas.