27 Ene CANTO XXIII- Huyendo de la Tropa Infernal
Huyendo de la tropa infernal. La Sexta Bolsa. Las capas de plomo dorado. Los hipócritas. Hipócritas pisoteados. Anas. De aquí no hay salida.
En fila, silenciosos
como frailes menores, proseguimos
nuestro viaje, ya sin los arrimos
de los demonios, pero no con dichosos
pensamientos, sino más tenebrosos todavía.
Por la mente sentimos
más allá del instante que vivimos.
Hay enlaces sutiles, misteriosos,
que llevan la memoria hacia adelante,
y ésta me dio la fábula de Esopo,
de “La rana que quiso ahogar a un topo y los llevó un vilano».
Y enlazando los sucesos,
la vi tan semejante con el nuestro, que quedé temblando.
Yo pensaba: —Los demonios han sido engañados.
Buscarán un culpable y lo hallarán.
Su mente miserable,
ya de por sí cruel,
se habrá crecido con la burla.
Y como han perdido al del foso,
¿quién será? No se hable más:
¡nosotros! Y eso no es probable,
¡es seguro! Estos ya han decidido
capturarnos.
Y no hay que tener
mucha imaginación para saber
lo que nos esperaba de llegar
a sus garras, pues llegué a envidiar
al rufián, y por primera vez,
me pareció deseable la pez hirviente.
—Mi Señor, presiento
que si no huimos pronto, vendrán
por nosotros y así saciarán
su furia. Me parece que los siento
ya —le digo.
—Hijo, tu pensamiento
y el mío son gemelos. No podrán
atraparnos. No nos encontrarán
donde esperan y no hay momento
que perder. A nuestra derecha está
la sexta fosa. Nos deslizaremos
por su borde y así nos libraremos
de la presunta caza.
Aún estaba hablando cuando vi
que se acercaba la hueste con sus
negras alas ya sobre nosotros.
Mi Maestro no se lo pensó dos veces:
Igual que la madre que al despertarse ve que hay fuego,
y sin importarle lo que pase va a la cuna en que dejó al hijo,
y ya en sus brazos, aunque esté sin ropa alguna,
huye con él de las llamas,
así él se deslizó conmigo por el borde.
Y no corriera más veloz el agua en el canal del molino,
como él por la pendiente de la roca.
Cuando llegamos al
suelo,
vimos cuán precisa era
la huida,
y la tropa –impotente—
nos miraba desde arriba,
derrotada por segunda vez,
pues el poder divino no les deja trasponer sus límites.
En cuanto a mí, superada
la aventura, ya tenía ocupada
mi mente y mi atención en conocer el nuevo sitio.
Y pude ver que su gente iba toda pintada,
y cubierta con grandes capas con
capuchones, como los monjes,
pero de color tan brillante que
dañaban la vista.
En lenta procesión,
giraban a la izquierda y mostraban
tal cansancio y fatiga,
que el mero hecho de alzar el pie, les dejaba exhaustos.
Sus cansinos lamentos
llenaban todo el foso con acentos
lúgubres, tales como el que cava
su fosa. Yo, en silencio, observaba
sus rutilantes trajes y sus lentos
andares. Y vi que sus sufrimientos
venían de las capas.
Aún estaba en esto,
cuando mi Guía tomó
su misma senda, y aunque yo
intentaba mirarles, no me era
posible: tan lentos iban, que
a cada paso cambiábamos de
condenado.
—Mi Señor, si hubiera
modo —le digo—, mira de encontrar
a algún conocido. Mas no fue
preciso buscarlo, porque el de
atrás —que me oyó— vino a procurar mi deseo:
—Vosotros, que al pasar
asemejáis el viento, sabed que
entiendo vuestra lengua que hablé arriba.
Si podéis esperar,
hacedlo.
Y mi Maestro: —Espera
—me dijo—. Y aunque apenas hubiera trecho,
harto tardaron, él y otro que
le acompañaba. Al llegar, me
miraron torvamente y se volvieron
entre sí: —Si está vivo —se dijeron—,
¿por qué está aquí?…, y si está muerto,
¿por qué no lleva capa y su peso
no le oprime?
Pero no por eso se conformaron.
Luego, y por cierto,
con las suaves maneras del experto
—que bien conoce el corazón avieso—,
con comedimiento y sin exceso
alguno, me mostraron su abierto
deseo de saber de mí.
—Toscano, que has venido a la
triste mansión de los hipócritas,
dinos quién eres.
Y yo les respondí:
—Mi corazón aún late.
Nací y crecí en el llano del Arno,
en la ciudad de poderes
opuestos.
Mas vosotros, que os veo
tan hundidos, ¿cuál es vuestra pena?,
pues tal parece que vuestra condena
es muy pesada.
Uno de ellos —creo
que el que nos llamó— tras el cuchicheo
habitual, me dijo con voz llena
de fatiga:
—La capa está rellena
de plomo, cual fue nuestro deseo
de fingir la bondad. Ahora gemimos
como balanzas repleta. Fuimos
de una orden justa e hicimos pingo
de su enseña. Este dorado plomo
que nos aplasta, carga en nuestro lomo
el peso de las ruinas de Gardingo.
Tu ciudad nos llamó para poner
la paz, e hicimos nuestra guerra.
El lugar devastado que os aterra,
es las resultas de nuestro poder
e intrigas.
Yo quise responder, pero no
pude… Tendido en la tierra con
tres estacas cuya línea cierra
la forma de una cruz, pude ver
un cuerpo en el camino, que era
pisado por todos.
Al yo callar, notó el otro mi asombro y me explicó su causa:
—He aquí al que declaró
que es justo que el justo muera
—y como un criminal—, para salvar
al pueblo. Ahora es la estera
de todos los hipócritas.
Yo vi que el Poeta le miraba cual si aquello no estuviera la primera vez que bajó,
y esta maldad fuera extraña a su mundo,
monstruosa y execrable a sus ojos.
Y sentí vergüenza.
Y bien quisiera decirle que no se repitieron
nunca más las palabras que fueron nuestro escarnio.
Pero el sendero, desde entonces,
estaba empedrado de seres como aquél,
todo a su largo.
Mi Señor buscaba el modo de salir y preguntó al tapado:
—¿Sabes si a la derecha existe alguna senda que aprovecha a un puente?
El otro respondió:
—Al temblar la tierra, aquí no quedó
ni un arco. Desde entonces esta brecha
está aislada, al par que fue hecha
la senda infamante. De aquí no
hay salida. Ved si podéis volar
sobre los restos que quedaron en
los bordes del que se derrumbó
más adelante.
Y mi Guía: —¡Bien mintió aquel demonio!
Y se alejó enojado.
Y yo le fui a buscar.