CANTO XXXIV- Satanás. El Mono Derrotado.

Satanás. El mono derrotado. Los devorados de Satanás: traidores al amigo: Judas, Bruto, Casio. Saliendo del Infierno. Las estrellas.

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 —¡Los estandartes del emperador

del mal se nos acercan! —exclamó el Poeta—.

Helos allá, a ver lo

que encuentras.

 

Cual yendo por el campo,

ya acabado el calor

en las cosas, ya muerto el color

bajo las sombras —o cuando cayó

una densa bruma—, que el andador

ve, a lo lejos, las aspas del lagar

donde se muele el grano avanzar

en la negrura, tal se me mostró

aquel gran artefacto. Mas no más

que un momento, pues la fuerza de las

ráfagas que helaban, me llevó

a escudarme tras el Vate. Que allá

no queda resguardo alguno.

Nos encontrábamos ya

—temblando os

lo muestro— donde el ser está

en los bloques, cual la paja en la

masa de agua que heló en los cubos.

Los cuerpos, dentro, se transparentan.

Los puedo ver cómo yacen, aunque ya

apenas quedan rasgos. Unos están

tumbados, otros están rectos, ya

sobre sus plantas, ora sobre la

cabeza; en algunos se les han

juntado ambos extremos formando un aro.

Luego de un trecho andando

en las sombras, el Poeta se paró

para mostrarme a aquél que fue

una vez, el rostro más bello de

los ángeles. Tras ello se echó

un poco al lado, para que yo

lo observara de frente.

 

¡Que no se me pregunte

en qué estado quedé

al contemplarle! Porque eso no

se puede expresar, de mudo,

de yerto, que todo fuera poco.

No sé cómo me hallaba.

Sólo sé que estaba,

que no estaba muerto,

pero estaba falto de facultad

toda salvo el espanto. Observad

lo que puede ser esto. Estar

muerto a todo, salvo al terror.

  Se alzaba el funesto emperador,

sobre el bloque, cuanto para dejar

los brazos fuera. Más puedo pasar

por un coloso, que éstos a un sector

de su antebrazo. Vea el lector,

usando de su mente, de juzgar

cual debe de ser su envergadura.

De mostrar alguna vez hermosura

como es ahora su fealdad,

de haber usado de tanto favor

para revelarse a su Hacedor,

no cabe duda que toda maldad

se engendra por él.

¡Qué estupor me causó que su

cabeza constaba

de tres rostros!

El que se mostraba

al centro, enfrente, del color

de la sangre. A ambos lados, por

el cuello, el otro par que se traba

todo él, en la nuca, que acaba

truncada como un negro tumor.

  Era el rostro de la derecha, del

color de la cera. El opuesto, el

del luto. Bajo cada rostro, dos

alas de tal tamaño que no se

encontró nave semejante, de

tegumentos membranosos, cual

los sangradores nocturnos.

 

Sacaba con ellas los tres soplos con que helaba

las entrañas del Cocito.

Lloraba con sus tres pares de ojos.

Goteaba por sus tres barbas, sangre con baba

roja. Con cada boca machacaba

un condenado, de suerte que daba

tortura a tres a la vez. No mostraba

el que estaba al centro, menos dolor

por las dentelladas, cuanto por

el destrozo de las uñas que lo

desollaban todo el cuerpo.

 

El que está más torturado

—señaló el Vate—

es Judas lscariote, que

entró la cabeza en la boca de

Satanás, en tanto el cuerpo se

retuerce fuera. De los otros que

están boca abajo, el que le

cuelga a la negra es Bruto. Ve

cómo calla, aunque se le dé

tormento, aún se nota que fue

romano. El otro es Casio.

 

Ya te he mostrado todo.

¡Vamos! Ya cayó

la noche. Ya nada queda que ver.

  Tal como el Poeta me ordenó,

me agarré a su cuello.

Él, luego halló

el lugar más adecuado, esperó

el momento según el proceder

de las alas, de modo que cuando

éstas se alzaban más, se aferró

al velludo pecho que sujetó

por el pelo. De este modo, tentando

de mechón en mechón, fue bajando

por el hueco del borde que formó

la capa helada.

Cuando llegó al punto en que

en la cadera va entrando

el muslo, el Poeta, con gran trabajo,

agachó la cabeza hasta debajo

de las plantas de Satanás.

Después que logró bajarse,

se agarró a sus pelos,

como el que comenzó la escala,

dejándome perplejo,

pues se me antojaba volver a entrar en el Averno.

 

El Poeta me habló

con voz llena de jadeo:  —No

dejes de sujetarte: por pesar

semejante nos hemos de escapar

de tanto mal. Al cabo que llegó

al hueco de una roca, me dejó

en el suelo para luego pasar

él, ya más seguro. Entonces alcé

los ojos, pensando encontrar al

monstruo tal como lo dejé. Cuál

no quedé asombrado,

cuando lo hallé con las patas alzadas.

 

Como yo, otros se asombrarán,

en tanto no se percaten

del punto que cruzó

el poeta.  —¡Levántate! —exclamó éste—,

la senda es larga. Ya por el Este,

el sol avanza en la mañana. No

fue bella sala, la que se mostró,

que era caverna dura, agreste,

oscura.

 

—Señor, sácame de este

error: ¿Dónde está el bloque? ¿Qué pasó

a Satanás que está al revés? ¿Por qué

apenas era de noche, que ahora es mañana?

 

Él me contesta: —Crees que

estás donde me agarré a aquel

gusano que horada el mundo.

En el descenso era tal,

pero después,

al volverme, cuando empecé a trepar,

pasaste al polo opuesto.

Ahora estás

justo al otro extremo del más

amargo de todo cuanto lugar

guarda el mundo.

Este eje va a dar

a donde fue muerto como un ladrón más,

el Hombre libre de pecado. Las

sombras lo cubren todo, a la par

que aquí da la luz.

Pero Satanás permanece como estaba.

Cayó desde lo alto.

La tierra que se alzaba

del mar, llena de espanto, se veló

dentro de sus aguas.

También, quizás

por eso, el espacio que horadaba

al bajar, huyendo de él, levantó

el monte donde estamos.

Hay allá abajo,

un lugar tan distante a

Belcebú cual es su tumba. No

lo halla la vista, pues no quedó

luz alguna. Pero el que está

atento, al cabo escuchará

el rumor de un arroyuelo que entró

horadando una peña.

 

Avanzamos tras él al mundo luminoso, mi Guía y yo.

Hasta que ya estamos

arriba. Mi Señor va delante. Vi

ya al frente las dulces cosas bellas

Y SALIMOS DE NUEVO A LAS ESTRELLAS.

 

EPÍLOGO

El hombre es sed de luz. El alma sabe

y a su manera que a expresar no acierta,

implora a la Verdad no descubierta

que en ella habita: leve, tierna clave

en donde luz y música se trabe

en unidad de Amor, herida abierta

a la Vida infinita que se inserta

en una misma sangre, dulce, suave.

 En cada viaje se preludia el viaje

donde la Humanidad, a tientas, labra

su destino entre el ansia y la agonía.

Dura es la noche, débil el coraje.

Pero de pronto surge una palabra

y ya todo está bien: ¡Madre! ¡María!