27 Ene CANTO XXX- Décima Bolsa. Los Cerdos Rabiosos.
Décima Bolsa. Los cerdos rabiosos. Usurpadores de las personas: Gianni Schicchi, Mirra. Adulteradores de la verdad de las cosas y en los hechos: Maese Adán, Sinon el griego. Disputa entre falsos.
En el tiempo en que Juno se airó
contra los tebanos y les envió
a las Furias, en tal modo nubló
a Atamante, que cuando vio
a su esposa con sus hijos, gritó:
—»¡Cacemos la leona!». Alargó
sus manos como garras, tomó
a uno de los niños, lo alzó
en el aire, y lo estrelló
contra una roca. La madre huyó
con el más pequeño y se ahogó
en el mar.
Cuando Fortuna aplastó
el poder de Troya —que se atrevió
a todo—, y en un día cayó
reino y rey, Hécuba, que vio
morir a su esposo y sacrificar
a su hija Polixena para honrar
a Aquiles, cuando encontró
el cadáver de Polidoro, aulló
como un perro, junto a la mar,
enloquecida, sin pronunciar
palabra. Que así el dolor secó
su razón.
Pero nunca las Furias,
ni en Tebas ni en troyanos, fueron
tan feroces —ni siquiera con
animales—, ni hicieron injurias
a los cuerpos con tal expresión
de saña, como dos que aparecieron
corriendo enloquecidas entre los
yacentes apestados, mordiendo,
pisoteando y removiendo
por entre los montones, en pos
de su rabia salvaje. Nos
callamos todos. Los cerdos saliendo
de sus cochiqueras no irían haciendo
tales destrozos.
Una de las dos. sombras llegó
como un rayo, agarró
con su boca a Capocchio, se hundió
en su cuello y se lo llevó
arrastrando por el suelo, tirando
de su cuerpo, que se iba desollando
costra a costra y tropezando
con todo.
El de Arezzo quedó
lívido y murmuró: —Ahí va
la bestia de Gianni Schicchi que está
rabioso. —Ojala la otra no
te toque —le digo—. ¿Quién es?
Miró aquél temblando
y murmuró: —Es la
la vieja Mirra, que nunca dejará
de atormentarnos. Se fingió
otra mujer y así fornicó
con su padre. El otro falseó
un testamento y se mandó el legado.
Una vez que se hubieron alejado
los dos energúmenos, me fijé
en otro que yacía y que de
serrar sus piernas, podría pasar
por un laúd. La hidropesía, al par
le hinchaba el vientre a punto de estallar,
le abrasaba de sed, haciéndole alzar
el labio superior y bajar
el otro, que parecía tocar
la barba.
—Vosotros, que veo andar
sanos y no acierto a imaginar
por qué causa, ved a Maese Adán
—nos dijo—: Tuve en vida todo cuanto
quise y ahora no deseo más
que una gota de agua.
Las fuentes y arroyuelos que van
al Arno, abriendo con su canto
los canales, dejando su humedad
y frescor en la hierba, aparecen
ante mis ojos y crecen y crecen
en mi recuerdo. Su simplicidad
y dulzura agrandan la sequedad
de mis labios y me escarnecen
aún más que los líquidos que endurecen
mi vientre.
Allí está la ciudad
confiada donde manipulé
la buena moneda y dejé
mi cuerpo abrasado. Pero si viera
en esta fosa a cualquiera
de los tres grandes que me indujeron
a cometer la infamia y fueron
la causa de mi perdición, no
cambiara ese placer ni por
todas las dulzuras y el frescor
de Fontebranda.
Uno ya cayó y está aquí,
o eso es lo que gruñen
las sombras que en su furor
lo recorren. Pero corto favor
me hacen: ¿de qué me sirve? Si yo
fuera tan ágil que pudiera andar
medio dedo por siglo, a pesar
de todo, fuera a por él.
Fue por culpa de ellos que estampé
el sello del Bautista y la flor
de lis sobre monedas con valor
amañado.
Y yo le pregunté:
—¿Quiénes son esos dos desgraciados
que están a tu derecha, pegados
entre sí, y despiden humo de
sus cuerpos, como las manos que
se mojan en invierno?
Y él: —Trabados
los hallé cuando caí, trabados
continúan, y no parece que
se vayan a mover por toda la
eternidad. Una es la mujer
de Putifar, la que calumnió
a José. Otro Sinón, que mintió
a Troya, llevándola a creer
la trampa. Arden de fiebre y ya
ves que ese hediondo vapor no
es sino grasa quemada.
Por lo visto, al griego no le gustó
el comentario, pues le sacudió
con el puño en la panza que sonó
como un tambor. Maese Adán lanzó
un directo que no me pareció
menos templado y añadió:
—Aunque no me pueda mover,
para esto tengo el brazo bien
suelto.
Respondió el febril: —No en
la hoguera, aunque bien lo manejabas
con falsas marcas para corromper
la ley. Y el hidrópico: —Acabas
de decir lo único cierto que
han pronunciado tus labios. No
como en Troya, cuando se te pidió
que dijeras la verdad y no te
importó poner a los dioses de
testigos.
Y Sinón le replicó:
—Si yo mentí en un supuesto, lo
que salió de tus manos no fue
uno, sino millares.
Contestó el del vientre hinchado: —¡Acuérdate,
perjuro, del caballo y atorméntate,
porque todos lo saben! Respondió
el griego: —Y a ti te atormenta
la sed, y el agua que revienta
en tu tripa podrida y se planta
ante tus ojos como una montaña.
Y el del falso cuño: —Tu boca amaña
mentiras, como siempre, suplanta
los hechos y suelta toda cuanta
vileza tiene. Pero no me extraña
conociéndote. Pues a ti te araña
la sequedad, la fiebre no se aguanta
en tu cuerpo, se te estalla la
cabeza; y en cuanto a beber,
ahora mismo ya estarías a
cuatro patas, con tal de lamer
el espejo de Narciso.
Estaba yo mirando la greña
y escuchaba con mucha atención,
cuando mi Señor dijo:
—Sigue, que ya voy a empezar
a enfadarme. Entonces, al notar
mi yerro, me volví con el color
de la vergüenza y tal ardor
en el rostro, que aún lo siento quemar.
Y como sucede que al soñar
una desgracia desea el soñador
que sea un sueño, deseando lo
que no es como si fuera, así
estaba yo, sin poder pronunciar
palabra, que me quería excusar,
y me excusaba realmente, y
no creía hacerlo.
Lo advirtió mi noble Maestro
y dijo: —Con menos vergüenza
se borran más graves faltas.
¡Anda! Deja atrás
toda esa tristura y compunción,
que en una buena parte es pasión
de orgullo y sigamos.
Aún darás muchos pasos,
mas siempre me tendrás
a tu lado. Y cuando la ocasión
te ponga ante disputas semejantes
a ésta —que no se atiende a más
que a las pasiones, faltas de pureza
de intención— apártate cuanto antes.
Piensa que nada bueno sacarás
y el gusto de escucharlas ya es bajeza.