CANTO XV- Siguiendo el Curso del Flajetón

Siguiendo el curso del Flajetón. Las brasas de fuego. La blasfemia contra la naturaleza propia. Diálogo con Mícer Bruneto. Tercera predicción: las insidias. Respuesta de Dante.

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Vamos por el ribazo

que no quema y forma como un muro,

no muy ancho, donde el suelo es duro

y corta el arenal en un hachazo,

todo a su largo, hecho según el trazo

de los diques y formado al conjuro

de alguna extraña fuerza, de un oscuro

temor entre dos rabias en rechazo

mutuo.

 

Nos habíamos alejado

ya tanto de la selva que no la hubiera

visto, de volver la cabeza, cuando

encontramos a un grupo atormentado,

por debajo en la arena. Y cual hiciera

el sastre por la noche, enhebrando

la aguja, así ellos entornaban

los ojos, buscando entre humareda

y niebla, un hueco donde pueda

penetrar la mirada.

Casi estaban

a nuestro lado, si bien les llegaban

las brasas y eran sus manos rueda

en el aire y sus pies, en veda

de asiento, ni un instante dejaban

de moverse.

Y he que fui conocido

por uno de ellos, que me asió

del borde de mi manto, en inquieto

ademán, cual si entre sorprendido

o contento. Presto le conoció

mi alma: —¿Vos aquí, Mícer Bruneto?

 

Y él: —No te importe —dijo— que deje

mi grupo para hablar contigo.

—Yo os lo ruego —le digo—, y si lo

permite aquél que me protege,

me sentaré con vos. —No, sigue, teje

tu senda y yo te sigo —replicó—,

en este sitio atroz, ve que no

hay descanso, ni nada que aleje

el furor de las brasas.

E inclinando

mi rostro, al tiempo que él elevaba

el suyo a mi, seguimos caminando,

al principio en silencio. Yo, apenado,

contemplaba el rostro requemado

que me habló de una ciencia que eterniza

al hombre.

—¿Qué suerte o qué destino

ha traído tus pasos al camino

del fuego, de la arena y la ceniza?

—preguntó.

Respondí: —Si ahora riza

mi nave este lugar, presto adivino

la dulce luz. Mi paso peregrino

por muy poco se yerra y esclaviza.

Ayer por la mañana me perdí

en una selva oscura, ya tenía

la muerte sobre mí, y éste, mi Guía,

vino en mi busca. Él me ha rescatado,

obedeciendo al sueño enamorado,

que una vez, de unos ojos, recogí.

 

—Si sigues a tu estrella, no puedes

no llegar a puerto. Si yo no hubiera

muerto tan pronto, bien pudiera

prestarte alguna ayuda. Negras redes

se ciernen sobre ti, por más que heredes

sangre romana, pero no pluguiera

a sus bocazas fruta tan cimera.

Queden con su ruindad, porque tú quedes

con tu gloria. Aquel pueblo furioso

que descendió del monte y no ha aprendido

nada, nunca ni nada aprenderá,

te marcará la vida en un acoso

continuo. Cuando hayas conseguido

tu corona, entonces luchará

por conseguir tus restos.

 

—Yo luché

por vos, Mícer Bruneto. Si por mí

fuera, vos no estaríais aquí,

sino en la dulce tierra. Supliqué

pero en vano. Sabed que siempre os vi

como un noble maestro y recibí

mucho bueno de vos y lo guardé.

Mas hay una verdad: cuando el Amor

crea al ser, lo nombra con su nombre

propio, y así es mujer u hombre.

Y no es bueno enmendar al Creador,

como si Él no supiera o si no amara,

y, poniendo alma en su cuerpo, se burlara

del ser.

De mí, en tanto mi conciencia

no me remuerda, no me importan males.

Sabed que no me vienen nuevas tales

advertencias. Pero existe otra ciencia,

donde el hombre busca manantiales

eternos para el corazón, cuales

son sus ansias. Hay una querencia

que llama, y a más gire la Fortuna

amarga, no cambiaré ni mi cuna,

ni mi destino. Y allá el campesino

apisone la tierra y el molino

muela el grano.

Mi Poeta, que oía

atento mis palabras, asentía.

Yo, atento al que me hablaba, pregunté

por su grupo.

—Alguno hay de valor

—me dijo—, de otros muchos es mejor

callar. Sería largo el tiempo de

explicar la miseria y el dolor

que aquí yace. Pero viene por

allí otra gente y tengo que

alejarme de ellos. Cuida de

mi «Tesoro”, la obra en que dejé

lo mejor de mí y dónde aún vivo.

 

Y echó a correr, buscando su objetivo

incierto y más bien pareciera

que portara la antorcha en la carrera.