CANTO XXIV- Escalando el Pozo

Escalando el pozo. La Séptima Bolsa. Las serpientes furiosas. Los ladrones. El ladrón mordido. Fucci el Mulo. Cuarta Predicción sobre Dante y su ciudad.

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Cuando en febrero los días son ya

más largos y en el campo la helada

copia a la pluma inigualada

de la nieve, el campesino, que está

escaso de forraje, mira la

tierra —que quisiera verde— y hallada

blanca, no sabe qué hacer. Mas mirada

luego, ve mudar el paisaje, va

por el ganado y lo lleva a pastar.

  De un modo semejante vi cambiar

la faz de mi Maestro, así llegó

al puente. Lo miró largamente,

y como el que ya ha hallado lo

que hacer, abrió los brazos mansamente:

  —¡A trepar! Y ya me había izado

en un peñasco y me señalaba

el siguiente, mientras calibraba

su resistencia.  —Ahora ten cuidado,

no te sueltes sin haber comprobado

que aguanta.

 

Y mientras me empujaba,

sostenía mis pasos y alertaba

por aquel tramo de ambos ignorado.

Mal camino al que llevara capa,

o no llevara Guía; porque yo

con su ayuda, y él sin las cadenas

del cuerpo, a durísimas penas

podíamos cubrir aquella etapa

por entre las ruinas que no holló

pie humano alguno.

Pero el lado de la pared interna de aquel tajo,

afortunadamente es más bajo que el otro.

Malas Bolsas está echado

todo hacia el centro, donde helado

arde el Cocito y más abajo

no hay nada.

Así, aunque con trabajo

ímprobo —y que yo habría dado

por perdido—, logramos alcanzar

el punto en que la roca se desgaja

del borde y hace como un hendido

en plataforma. Allí caí rendido,

con los pulmones a punto de estallar

y faltándome el aire.

—¡Ataja el cansancio!— exclamó mi Señor—.

 

No se llega a la victoria con

blanduras. Sólo el recio corazón

logra el premio. Cuanto hay de valor cuesta.

¡Levántate!, el dolor

pasará. Ve que el cuerpo es carbón

seco e inerte, si la pasión

del alma cesa. Pero el amor

lo mueve todo, sin él, el hombre

no es nada. Y aunque te asombre

esta pendiente, aún nos espera,

mas ya al aire libre, una escala

más alta.

La palabra verdadera

tiene en sí tal virtud, que cala

en ser y crea el acto.

Fue como si un nuevo aliento prendiera

en mi pecho y enardeciera

mis potencias. Me incorporé

al instante:

—¡Vamos, Maestro! —le

digo—. Ya no hay cansancio y espera

el escollo. ¡Vamos! Ya quisiera

verlo vencido y ya te demoré

por demás.

Seguimos ascendiendo

por la grieta —más dura, estrecha

y empinada—, yo hablando por mostrar

mis nuevas fuerzas. Y casi al llegar

a la cima, oímos de la brecha

siguiente una voz que, procediendo

de garganta humana, más pareciera

de loba rabiosa, despedazada

por la ira a todo y tan privada

de todo juicio, que a más pusiera

toda mi atención, no me era

posible descubrir en ella nada

racional. Ya sobre la hondonada,

tendí los ojos, y era tal barrera

de negrura, que nada pude ver.

  —Busca, Señor —le digo—, descender

por algún sitio, pues estas gentes se ocultan.

Mi Guía no respondió,

pero cruzado el arco,

bajó por su extremo.

¡Y vi las serpientes de aquel pozo!

 

¡Que no se enorgullezca,

nunca más, la Libia y sus arenas:

que si quelindros, farias, anfisbenas,

yáculos y cencros hace que crezca

su desierto, ello es porque aparezca,

en imagen oscura y en terrenas

formas, la sustancia de éstas, tan llenas

de veneno, que hacen que palidezca

cualquier figura!

A mí, que contemplaba el foso desde arriba,

se me helaba la sangre.

Y entre la muchedumbre de reptiles,

vi a muchos desgraciados

que corrían desnudos, aterrados,

tratando de huir, con la certidumbre

de no haber sortilegio ni lugar

de refugio.

Corren rodeados desde todas partes

—muchos atados los brazos y los muslos—

y al aullar de su pánico,

se une el silbar de los ofidios que,

ayudados del número, se enroscan apretados

a tronco y pecho hasta alcanzar

la cabeza.

En estas —y aquello me quedó grabado —,

uno — el más cercano—,

fue mordido en el cuello,

debajo de la nuca. Se incendió

como una antorcha, ardió y cayó

al suelo. Y una vez allí, las

cenizas volvieron a rehacer

el cuerpo.

Y como el que ha caído

tras un trance —a veces producido

por el Maligno y otras el padecer

de la epilepsia—, que al volver

en sí y despertarse, aún aturdido

del golpe, sólo tiene el sentido

de la angustia; y sin comprender

lo que le sucedió, se va palpando

las partes de su cuerpo, mirando

si está entero y si puede mover

sus miembros; y luego se levanta

poco a poco, y apenas se aguanta

sobre sus piernas, así fue hacer

aquel condenado que nos miró

incierto.

Mi Guía le preguntó

quién era. Y él:  —Tu tierra me echó hace poco.

De siempre me agradó

la vida feroz, cual me engendró

mi padre: ¡bastardo!

Y bien lo demostré,

porque jamás me domó buen sentimiento,

ni me importó ser alguno.

Soy Fucci el Mulo, y

Pistoya fue mi digno cubil.

  Yo quedé muy extrañado, porque si

mal no sabía, era hombre brutal,

de carácter propio del cenagal

de Estigia, mas no para el reptil

artero. Así, rogué a mi Señor

que le preguntara por su pecado.

El otro me miró con el enfado

del odio contenido y el color

del despecho. Luego, con un rencor

sordo, dijo:

—Me has desenmascarado,

lo que aborrezco más que haber dejado

vuestro mundo. Soy un depredador

sacrílego y a punto estuvo

un inocente de pagar mi crimen

en la horca. No fui yo quién le tuvo

lástima. Y para que te lastimen

mis tormentos, y por si te acuerdas

de mí, toma esto, para que muerdas

en tu futuro:

“En primer lugar:

vuestros enemigos partirán de

Pistoya e irán a tu ciudad que

cambiará de dueños, al llegar

ellos —y bien saben cómo lograr

aliados—. Dos: tu patria, que fue

hermosa, pronto será que esté

burlada. Y tres: Marte hará juntar vapores de guerra.

El huracán bajará sobre el Campo de Piceno

a descargar su furia. Saldrán

los dos ejércitos. Ten por cierto

que cuando cese de bramar el trueno,

todo cuanto has amado estará muerto”.

Y ahora, ¡alégrate!