27 Ene CANTO XXIV- Escalando el Pozo
Escalando el pozo. La Séptima Bolsa. Las serpientes furiosas. Los ladrones. El ladrón mordido. Fucci el Mulo. Cuarta Predicción sobre Dante y su ciudad.
Cuando en febrero los días son ya
más largos y en el campo la helada
copia a la pluma inigualada
de la nieve, el campesino, que está
escaso de forraje, mira la
tierra —que quisiera verde— y hallada
blanca, no sabe qué hacer. Mas mirada
luego, ve mudar el paisaje, va
por el ganado y lo lleva a pastar.
De un modo semejante vi cambiar
la faz de mi Maestro, así llegó
al puente. Lo miró largamente,
y como el que ya ha hallado lo
que hacer, abrió los brazos mansamente:
—¡A trepar! Y ya me había izado
en un peñasco y me señalaba
el siguiente, mientras calibraba
su resistencia. —Ahora ten cuidado,
no te sueltes sin haber comprobado
que aguanta.
Y mientras me empujaba,
sostenía mis pasos y alertaba
por aquel tramo de ambos ignorado.
Mal camino al que llevara capa,
o no llevara Guía; porque yo
con su ayuda, y él sin las cadenas
del cuerpo, a durísimas penas
podíamos cubrir aquella etapa
por entre las ruinas que no holló
pie humano alguno.
Pero el lado de la pared interna de aquel tajo,
afortunadamente es más bajo que el otro.
Malas Bolsas está echado
todo hacia el centro, donde helado
arde el Cocito y más abajo
no hay nada.
Así, aunque con trabajo
ímprobo —y que yo habría dado
por perdido—, logramos alcanzar
el punto en que la roca se desgaja
del borde y hace como un hendido
en plataforma. Allí caí rendido,
con los pulmones a punto de estallar
y faltándome el aire.
—¡Ataja el cansancio!— exclamó mi Señor—.
No se llega a la victoria con
blanduras. Sólo el recio corazón
logra el premio. Cuanto hay de valor cuesta.
¡Levántate!, el dolor
pasará. Ve que el cuerpo es carbón
seco e inerte, si la pasión
del alma cesa. Pero el amor
lo mueve todo, sin él, el hombre
no es nada. Y aunque te asombre
esta pendiente, aún nos espera,
mas ya al aire libre, una escala
más alta.
La palabra verdadera
tiene en sí tal virtud, que cala
en ser y crea el acto.
Fue como si un nuevo aliento prendiera
en mi pecho y enardeciera
mis potencias. Me incorporé
al instante:
—¡Vamos, Maestro! —le
digo—. Ya no hay cansancio y espera
el escollo. ¡Vamos! Ya quisiera
verlo vencido y ya te demoré
por demás.
Seguimos ascendiendo
por la grieta —más dura, estrecha
y empinada—, yo hablando por mostrar
mis nuevas fuerzas. Y casi al llegar
a la cima, oímos de la brecha
siguiente una voz que, procediendo
de garganta humana, más pareciera
de loba rabiosa, despedazada
por la ira a todo y tan privada
de todo juicio, que a más pusiera
toda mi atención, no me era
posible descubrir en ella nada
racional. Ya sobre la hondonada,
tendí los ojos, y era tal barrera
de negrura, que nada pude ver.
—Busca, Señor —le digo—, descender
por algún sitio, pues estas gentes se ocultan.
Mi Guía no respondió,
pero cruzado el arco,
bajó por su extremo.
¡Y vi las serpientes de aquel pozo!
¡Que no se enorgullezca,
nunca más, la Libia y sus arenas:
que si quelindros, farias, anfisbenas,
yáculos y cencros hace que crezca
su desierto, ello es porque aparezca,
en imagen oscura y en terrenas
formas, la sustancia de éstas, tan llenas
de veneno, que hacen que palidezca
cualquier figura!
A mí, que contemplaba el foso desde arriba,
se me helaba la sangre.
Y entre la muchedumbre de reptiles,
vi a muchos desgraciados
que corrían desnudos, aterrados,
tratando de huir, con la certidumbre
de no haber sortilegio ni lugar
de refugio.
Corren rodeados desde todas partes
—muchos atados los brazos y los muslos—
y al aullar de su pánico,
se une el silbar de los ofidios que,
ayudados del número, se enroscan apretados
a tronco y pecho hasta alcanzar
la cabeza.
En estas —y aquello me quedó grabado —,
uno — el más cercano—,
fue mordido en el cuello,
debajo de la nuca. Se incendió
como una antorcha, ardió y cayó
al suelo. Y una vez allí, las
cenizas volvieron a rehacer
el cuerpo.
Y como el que ha caído
tras un trance —a veces producido
por el Maligno y otras el padecer
de la epilepsia—, que al volver
en sí y despertarse, aún aturdido
del golpe, sólo tiene el sentido
de la angustia; y sin comprender
lo que le sucedió, se va palpando
las partes de su cuerpo, mirando
si está entero y si puede mover
sus miembros; y luego se levanta
poco a poco, y apenas se aguanta
sobre sus piernas, así fue hacer
aquel condenado que nos miró
incierto.
Mi Guía le preguntó
quién era. Y él: —Tu tierra me echó hace poco.
De siempre me agradó
la vida feroz, cual me engendró
mi padre: ¡bastardo!
Y bien lo demostré,
porque jamás me domó buen sentimiento,
ni me importó ser alguno.
Soy Fucci el Mulo, y
Pistoya fue mi digno cubil.
Yo quedé muy extrañado, porque si
mal no sabía, era hombre brutal,
de carácter propio del cenagal
de Estigia, mas no para el reptil
artero. Así, rogué a mi Señor
que le preguntara por su pecado.
El otro me miró con el enfado
del odio contenido y el color
del despecho. Luego, con un rencor
sordo, dijo:
—Me has desenmascarado,
lo que aborrezco más que haber dejado
vuestro mundo. Soy un depredador
sacrílego y a punto estuvo
un inocente de pagar mi crimen
en la horca. No fui yo quién le tuvo
lástima. Y para que te lastimen
mis tormentos, y por si te acuerdas
de mí, toma esto, para que muerdas
en tu futuro:
“En primer lugar:
vuestros enemigos partirán de
Pistoya e irán a tu ciudad que
cambiará de dueños, al llegar
ellos —y bien saben cómo lograr
aliados—. Dos: tu patria, que fue
hermosa, pronto será que esté
burlada. Y tres: Marte hará juntar vapores de guerra.
El huracán bajará sobre el Campo de Piceno
a descargar su furia. Saldrán
los dos ejércitos. Ten por cierto
que cuando cese de bramar el trueno,
todo cuanto has amado estará muerto”.
Y ahora, ¡alégrate!