CANTO XIV- El Arenal de la Blasfemia

El arenal de la blasfemia. Los blasfemos contra el cielo. El furor del Campaneo. Flajetón, el río sangriento. Explicación de Virgilio sobre el sentido del llanto humano. El anciano de Creta. Los cinco ríos.

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Recogí los despojos esparcidos,

que puse al pie del árbol tristemente,

y atravesamos el bosque doliente,

ya también para mí, por conocidos

sus terrores.

 

Mis ojos, aún sumidos

en la espesura, se encontraron frente

a un arenal sin rastro de simiente

alguna: guijarros esparcidos

sobre el terreno estéril. Y el espacio

del aire apenas llega, sino al punto

donde vuelve la piedra que se lanza

contra el cielo, como reo presunto

de un terrible delito, cual prefacio

de petición de cuentas en venganza

quizás… de haber nacido…

 

Lentamente

cae un fuego de copos, tal como hace

la nieve sin el viento, y se deshace

en la tierra, que inmediatamente

arde como la yesca al mordiente

del pedernal. Ni un punto en que se aplace

su furia, ni un hilo en que adelgace

su rabia: el arenal ardiente

es un horno a dos bandas.

 

Desde fuera,

al borde de la selva, sin entrar

en él, pues mi cuerpo se hubiera

consumido en su fuego, pude ver

hombres. Muchos trataban de espantar

las brasas con las manos, por arder

menos. Otros —los menos— yacían

inmóviles, pero éstos se quejaban

más que nadie, sus voces abrasaban

el aire y más bien parecían

volcanes que en su rabia despedían

los tizones candentes. Me llegaban

sus gritos y blasfemias que avivaban

la densidad del fuego y caían

sobre ellos.

—Mi Señor, ¿quién es ése

que está allí, quieto y mudo, cual si fuese

que nada le importa? Y él, que oyó

mis palabras, al punto me gritó:

 

—¡Tal como en vida fui, así soy muerto.

Y puede tener Júpiter por cierto

que por más que fatigue al forjador

de los rayos que lanza contra mí;

que aunque en su negro y ciego frenesí

vacíe el Etna; que aunque en su furor,

pida ayuda a Vulcano, porque así

tenga más fuego; que aunque él mismo y

todo el Olimpo vuelquen su rencor,

no va a oír de mis labios una queja!

¡No tendrá ese placer ni ese trofeo!

 

E indignado, mi Guía: —¡Campaneo!

Es tu propio furor que no te deja,

es tu propio rencor el que te agravia,

no cabe otro mayor: ¡tal es tu rabia!

 

—Hijo —añadió—, hay quien escupe

contra el Cielo y pretende que el Cielo

le manda el castigo. ¡Triste duelo,

la soberbia! ¡Y que el hombre se aúpe

pensando en que el Amor se preocupe

en castigarle? ¡Si él sólo es el pañuelo

de su furia! ¡Si él sólo hace escarpelo

de su orgullo! No hay Amor que se ocupe

en el odio, ¿qué más nos puede dar

que hacernos hombres y poder amar?

 

Y yo exclamé: —¿Qué más puede hacer Dios

que hacerse hombre? ¿Qué más que sufrir

como los hombres? ¿Qué más que morir

por amor a los hombres, como los

enamorados?

 

Los ojos abismados

del Poeta —ansia de amor que espera—

se llenaron de lágrimas: —Si fuera

así — murmuró— ¡cuán bienamados

podríamos vivir, ¡cuán confiados

podríamos partir hacia la esfera

de la luz y la eterna primavera!

¡Qué hermosos son tus versos, ignorados

para mí!. Si yo hubiera sabido

de ese Amor… Pero evita la arena,

que este lugar abrasa y no es de pena.

 

Y caminando, cada cual sumido

en sí, llegamos hasta donde nace

un arroyo bermejo que aún me hace

estremecer. El agua petrifica

la orilla y su ácido vapor

corta el fuego, haciendo alrededor

como un túnel, por donde comunica

la selva con el borde. ¡Aún suplica

mi alma por los troncos sin amor!

¡Qué débil es el hombre y su valor,

si la pena se llama soledad!

 

—Mira, hijo, este río, que contiene

tanto dolor, que apaga toda llama

de este lugar terrible, donde clama

el ser con su soberbia y terquedad.

—Señor —le respondí—: ¿de dónde viene?

 

—Allí en la tierra —dijo— rodeado

de mares, existió en la antigüedad

un reino, Creta, que vivió la edad

dorada. Hoy ya se ha olvidado

su existencia, salvo el sueño callado

de los poetas. Ya sólo hay soledad

en Ida, su montaña, mocedad

de otros tiempos, que ha apagado

el canto de sus ríos y sus aves,

el verde luminoso del follaje,

y, cual las cosas viejas, viste traje

de harapos.

 

Noble, los gestos graves,

un anciano en su cumbre, la mirada

en Roma, llora, mas no la pasada

edad. Su cabeza es de oro puro,

plata fina su pecho, bronce entero

su cuerpo hasta las ingles y cimero

hierro, sus piernas.

 

Mas no está seguro,

porque si su pie izquierdo es hierro duro,

no así el derecho — que es de barro—, pero

en él se apoya más. Mal asidero

para tanta nobleza sin futuro,

que se derrumbará si por él cede,

con toda su grandeza, cual sucede

con los imperios al quebrar la base,

que hace que se pierda y que fracase

hasta el sueño mas alto.

 

El viejo llora,

acaso porque teme, o porque implora.

Salvo lo que es de oro, se halla hendido

agrietado. Las lágrimas bajan

a través de sus grietas y cuajan

en cinco ríos. Según el sentido

de su dolor, tal se ha dividido

el curso de su llanto.

Así amortajan

las aguas de Aqueronte. Se rebajan

del hombre con la Estigia. Enfebrecido,

éste que ves — el Flegetón—, reniega,

y Cocito, en el hondo hielo, niega

al que traiciona y hace de él su reo:

allí todo es horror, odio y locura.

 

Hijo, hay también un llanto de ternura

y ése sube a lo Alto, es el Leteo.

Pero ése has de verlo solo, cuando

yo ya me haya ido, pues tu pena

sólo es para tu llanto. Y cual la arena

lamida por las olas va lavando

todas sus impurezas, y olvidando

su antigua vida, se vacía y llena

de otra sal que la esencia sin cadena

al pasado, tú solo, allí, llorando,

entrarás en sus aguas: saldrás niño

recién nacido.

Pero ahora debemos

abandonar la selva. Ve al aliño

de mis pasos. La niebla del vapor

nos hace senda, y así podemos

cruzar el arenal sin el temor

del fuego.