CANTO XXIX- Décima Bolsa. Los Enfermos Putrefactos.

Décima Bolsa. Los enfermos putrefactos. Destructores de la verdad. Adulteradores de las cosas. Capocchio.

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¡Aquella multitud! ¡La visión

de tanta sangre…, la división

de los cuerpos…, la dispersión

de los miembros…, la exposición

de las entrañas…, la destrucción

del sentido…! Tanta desolación

y tan ingente, en irrupción

continua, entrando en aluvión

por mis ojos, en tal modo oprimió

mi alma, que hubiera deseado

detenerme para poder llorar

y desahogarme.

 

Virgilio habló impávido: 

—¿Qué haces ahí, pasmado

y quieto? No te he visto actuar

así en las otras fosas. Ya has mirado bastante.

Si los quieres contar

faltan siglos. La luna está a mediar

su arco, el tiempo señalado

es corto y no hemos empezado

para lo que falta. Deja su pesar

para ellos y vuelve a estar

en ti.

     —Señor, si hubieses reparado

en el motivo por el que buscaba

en el fondo, quizás me hubieras

permitido quedarme algo más

—le respondí.

 

Mi Guía se alejaba ya, y yo

—siguiéndole detrás— seguía

insistiendo:  —En las ringleras

de allí abajo, gime uno de

mi sangre.

 

—Olvídalo —respondió

mi Guía—. Piensa en otra cosa.

Yo le vi, bajo el puente y cómo te

mostraba a los otros. Por cierto, que

alzó su puño y te amenazó.

Tú, absorto al decapitado, no

miraste a donde estaba y se fue.

  ¡Ay Señor! Nadie se ha ocupado

de su muerte ni de su asesino

—respondí—. Según dices, imagino

que por eso estará irritado

con nosotros.

 

Así continuamos

por la roca, hasta que alcanzamos

la parte que domina la vertiente

de la última fosa. Y cuando

Malas Bolsas nos mostró su nefando

valle de los falsos, fue tal torrente

de lamentos y de tan hiriente

modo, que me eché las manos, tratando

de librar mis oídos.

 

Ni aun juntando

en una fosa, toda la doliente

multitud de enfermos y apestados

de todos los lazaretos, hospicios

y hospitales, si fueran arrojados

a aquel hondo como desperdicios

para que se pudrieran al calor

del verano, darían más hedor

de gangrena.

 

No hay putrefacción

de carne que se pueda comparar,

ni tormento como el respirar

la hediondez de su descomposición

consciente. Y si mi corazón

estuvo casi a punto de estallar

en la novena fosa, al contemplar

ésta, sólo siento repulsión

y asco.

 

Ni cuando se infectó

el aire en Egina —que pereció

todo, hasta el gusano, y según

los poetas, tan sólo quedó un

germen de una hormiga y de él

la repobló Júpiter—, ni en aquel

pueblo se vería tal temor

y abatimiento, como el que ven

mis ojos.

 

Veo los cuerpos en

montón, como cuando en el horror

de la peste van los carros por

las calles con muertos y también

vivos. Y en aquel almacén

putrefacto veo, alrededor

de mí, a los seres amontonados

languideciendo, los unos tumbados

en los otros. Algunos, torpemente,

se remueven, algunos trataban

de arrastrarse a tientas y rodaban

por el suelo.

 

Bajamos la pendiente

por la izquierda; los labios apretados,

mi Maestro delante; yo mirando

a aquellos míseros y tratando

de no oírles.

 

Vi a dos, medio sentados

en contra de sus hombros y apoyados

entre sí, igual que las tejas cuando

se cuecen. Se estaban aplicando

las uñas a sus cuerpos, plagados

de pústulas de cabeza a pies,

para calmar la horrible comezón,

con tal rabia, que se lo arrancaban

a pedazos, como el cuchillo con

las escamas del escaro, y se llevaban

la carne con ellas.

 

Virgilio les miró y dijo a uno: 

—Tú, que así aplicas tus armas para hacer

tu destrozo, que no pudiera haber

mejores alicates, así te

duren eternamente y no se

te acorten en ese menester,

si me dices dónde puedo ver

a algún latino.

 

El otro le respondió sin mirarle, ni dejar

de llorar y arañarse:  —Ambos lo

somos. Del resto, pronto vendrá

el tiempo en uno no podrá

ni rascarse, porque van a bajar

tantos y en tanto modos, que no

habrá hueco. ¿Y tú quién eres, que

así preguntas?

 

Mi Guía contestó:

  —Uno que trae a otro que no

está muerto y presto ha de

regresar a la tierra. Tal fue

el encargo que se me pidió.

Viene para observar todo lo

que hay aquí. Luego le mostraré

lo de abajo.

 

Las sombras dejaron

de apoyarse entre sí y se tornaron

temblando hacia mí. Mi Señor

se me acercó:  —Les puedes

preguntar lo que quieras.

 

Yo, haciendo honor

a su permiso, empecé a hablar:

  —Ojala que vuestros nombres no se

olviden en el mundo que he dejado

arriba, antes bien les sea dado

durar mucho, como quisiera que

me dijerais quiénes sois y de

qué lugar. Dejad vuestro cuidado

un momento y pese a vuestro estado,

no os importe decirme cual fue

la culpa que así os destroza.

 

—Yo fui de Arezzo

—dijo uno— y Albero,

el de Siena, al fin consiguió

mi muerte. Cierto que le hice pensar

—por burlarme— que sabía volar.

El tonto, tan curioso cual ligero

de juicio, quería el capricho. No

le hice un Dédalo y me hizo arder.

Mas mi muerte nada tiene que ver

aquí. Minos —que no yerra— me vio,

se ciñó diez veces y me mandó

a esta yacija, por corromper

los elementos y envilecer

las fórmulas. En eso remató

mi alquimia.

 

Yo me volví al Poeta:

  —¿Podrá haber —le dije— gente más

fantasiosa que los de Siena? Ni

los franceses les alcanzan.

 

 —Así es —dijo el otro leproso—.

Mas deja fuera a Stricca, de tan discreta

mente, que en un año consumió

su hacienda. A Niccolo, por crear

la rica salsa para el buen manjar

y por el clavo que tan bien usó.

Y a la pandilla que se arruinó

en veinte meses, donde fue a mostrar

su ciencia Abbagliato, a pesar

de los libros, a los que dedicó

tanto tiempo.

 

Y si quieres saber

quién te lo dice, mírame y verás

a Capocchio, el sienés. Y ve por

cuanto se ha echado a perder

mi gran genio, pues reconocerás

que nunca habrá mejor imitador.