CANTO XIII- El Bosque Mutilado

El Bosque mutilado. Las Arpías. La violencia del suicidio. Recuerdo a Pedro de la Vigna. Caza en el bosque. La violencia de la vida derrochada.

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Entramos en un bosque sin sendero

alguno, sin hojas, seco, oscuro,

extraño. Había un desespero

tan mortal que el animal más fiero

huyera de él es el auguro

que vuelve al paso lento e inseguro

y en cada rama ve el nudo postrero.

Había en él, una soledad

infinita, un íntimo pavor,

un sentimiento ciego y doloroso

torturaba aquel sitio tenebroso,

tanto, que no bastara mi valor

para cruzarlo. Lo logró la amistad

de mi Señor.

Las Arpías atroces

graznan desde sus ramas, tal como hacen

los buitres y sienten los que yacen

inmóviles. Con sus ojos feroces,

buscan los tallos tiernos cuando nacen,

pues sólo con sus brotes satisfacen

sus vientres y sus nefandos goces

insaciables. ¿Cómo rostro humano

puede morar en ave despreciable,

en ala tenebrosa y despiadada?

El bosque lucha, pero lucha en vano:

su madera nudosa y miserable

muestra cuál es su vida atormentada.

 

Me llegaba el rumor de mil gemidos

de dentro de los troncos. Yo pensé

que era gente escondida y miré

a mi Maestro. Sus labios, afligidos,

decían versos raros y escondidos:

—No podrías creer lo que narré,

corta una rama por ti mismo y ve.

 

Había un gran pruno y vio cumplidos

sus consejos. Y al punto manó

la sangre y el tronco borboteó:

—¿Por qué me rompes? ¿Por qué me desgarras?

¿No bastan las arpías con sus garras?

¡Soy hombre! Y la rama retorcida

era en mis manos, eco de su herida.

Dejé caer el tallo presuroso.

 

Y mi Maestro: —Si hubiera prevenido

tu dolor, no le hubiera inducido

a esto. Mas ve que no es ocioso,

tan hondo y escondido es vuestro foso,

que hay que veros sangrar. Te hemos herido.

Henos a tu servicio, cual ha sido

nuestra falta. Éste es poderoso

con sus versos. Si acaso tu memoria

sufre en la tierra de injustos agravios,

—quizá alguno de ellos te empujó

a este lugar—, si quieres que tu historia

salte el leñoso nudo de tus labios,

él lo hará.

Y el árbol contestó:

—Hombre y amigo fui, fiel servidor

de mi amigo. En él gasté mi vida

y cifré mi salario y mi medida

en su amistad, su aprecio, y en su honor.

 

La envidia cortesana, alrededor,

vio que no me compraba e hizo brida

de mi otro yo, más débil a su herida

por más alto. En él sembró el temor,

y tras él vino la desconfianza,

le siguió la calumnia, cual la infamia

a ésta. El fiel de mi balanza

me llevó a la prisión. Pronto noté

que él iba a ser verdugo de otra rabia

y ya no esperé más, ¡yo me maté!

¡Por la raíz que gime ensangrentada,

juro que le fui fiel y aún lo sería!

 

— ¡Pedro de la Vigna, si algún día

se habla de una amistad que es calumniada,

dirán tu nombre!… Porque yo más nada

puedo hacer por ti, que harto lo haría.

 

—¿Deseas saber más? —dijo mi Guía—,

y yo le respondí con la mirada:

—Dilo tú, yo no puedo.

—Alma triste,

encerrada en el árbol: ¿Cómo es

que de este leño oscuro te vestiste?

¿Cómo llegáis aquí, tras vuestra huida?

Tú sabes que nos dueles y lo ves.

 

Y nos llegó una voz, como perdida

en sí misma: —Cuando el alma feroz

se separa del cuerpo que rechaza,

es sólo una semilla que se abraza

al azar. En este sitio atroz

sólo aquí hay tierra. Le llega su voz,

cruza el fango y la lluvia, el viento traza

su destino inmóvil que la abraza

al suelo. Nace y siente la hoz

de las arpías. Es un vegetal.

 

Sólo la sangre nos descubre y eso

es lo único propio que tenemos

de antes. También acudiremos

por nuestro cuerpo, que quedará preso

en las ramas, como triste retal.

 

En tanto que escuchábamos, tembló

todo el bosque, con ese sonido

del jabalí que llega perseguido

por la jauría. El aire se erizó

de miedo y el viento transportó

aullidos y jadeos. El huido

va en busca de refugio, vano ha sido

su intento y en vano lo emprendió.

 

Pueblan el bosque los terribles ojos

que sólo tienen perro amaestrado

para matar y premio de despojos.

Pude ver a los seres perseguidos

y eran dos hombres. Uno, derrengado,

cayó sobre un arbusto, los aullidos

dieron paso a los dientes que llevaron

sus miembros palpitantes.

 

Sollozaba

el leño su desgarro e insultaba

al mísero: —¿Por qué no te guiaron

tus pasos a otro sitio, cual gastaron

tu vida disipada? ¿No bastaba

con tu propia desgracia? Y suplicaba:

—Acercadlos a mí.

 

—Dinos, ¿quién eres?

—¿Qué más os da? Pero si así lo quieres…,

Yo veneré al Bautista por patrón

de mi ciudad. Marte no da el perdón

y bien se alegra en todo cuanto pasa;

uno que hizo patíbulo su casa.