27 Ene CANTO XIII- El Bosque Mutilado
El Bosque mutilado. Las Arpías. La violencia del suicidio. Recuerdo a Pedro de la Vigna. Caza en el bosque. La violencia de la vida derrochada.
Entramos en un bosque sin sendero
alguno, sin hojas, seco, oscuro,
extraño. Había un desespero
tan mortal que el animal más fiero
huyera de él es el auguro
que vuelve al paso lento e inseguro
y en cada rama ve el nudo postrero.
Había en él, una soledad
infinita, un íntimo pavor,
un sentimiento ciego y doloroso
torturaba aquel sitio tenebroso,
tanto, que no bastara mi valor
para cruzarlo. Lo logró la amistad
de mi Señor.
Las Arpías atroces
graznan desde sus ramas, tal como hacen
los buitres y sienten los que yacen
inmóviles. Con sus ojos feroces,
buscan los tallos tiernos cuando nacen,
pues sólo con sus brotes satisfacen
sus vientres y sus nefandos goces
insaciables. ¿Cómo rostro humano
puede morar en ave despreciable,
en ala tenebrosa y despiadada?
El bosque lucha, pero lucha en vano:
su madera nudosa y miserable
muestra cuál es su vida atormentada.
Me llegaba el rumor de mil gemidos
de dentro de los troncos. Yo pensé
que era gente escondida y miré
a mi Maestro. Sus labios, afligidos,
decían versos raros y escondidos:
—No podrías creer lo que narré,
corta una rama por ti mismo y ve.
Había un gran pruno y vio cumplidos
sus consejos. Y al punto manó
la sangre y el tronco borboteó:
—¿Por qué me rompes? ¿Por qué me desgarras?
¿No bastan las arpías con sus garras?
¡Soy hombre! Y la rama retorcida
era en mis manos, eco de su herida.
Dejé caer el tallo presuroso.
Y mi Maestro: —Si hubiera prevenido
tu dolor, no le hubiera inducido
a esto. Mas ve que no es ocioso,
tan hondo y escondido es vuestro foso,
que hay que veros sangrar. Te hemos herido.
Henos a tu servicio, cual ha sido
nuestra falta. Éste es poderoso
con sus versos. Si acaso tu memoria
sufre en la tierra de injustos agravios,
—quizá alguno de ellos te empujó
a este lugar—, si quieres que tu historia
salte el leñoso nudo de tus labios,
él lo hará.
Y el árbol contestó:
—Hombre y amigo fui, fiel servidor
de mi amigo. En él gasté mi vida
y cifré mi salario y mi medida
en su amistad, su aprecio, y en su honor.
La envidia cortesana, alrededor,
vio que no me compraba e hizo brida
de mi otro yo, más débil a su herida
por más alto. En él sembró el temor,
y tras él vino la desconfianza,
le siguió la calumnia, cual la infamia
a ésta. El fiel de mi balanza
me llevó a la prisión. Pronto noté
que él iba a ser verdugo de otra rabia
y ya no esperé más, ¡yo me maté!
¡Por la raíz que gime ensangrentada,
juro que le fui fiel y aún lo sería!
— ¡Pedro de la Vigna, si algún día
se habla de una amistad que es calumniada,
dirán tu nombre!… Porque yo más nada
puedo hacer por ti, que harto lo haría.
—¿Deseas saber más? —dijo mi Guía—,
y yo le respondí con la mirada:
—Dilo tú, yo no puedo.
—Alma triste,
encerrada en el árbol: ¿Cómo es
que de este leño oscuro te vestiste?
¿Cómo llegáis aquí, tras vuestra huida?
Tú sabes que nos dueles y lo ves.
Y nos llegó una voz, como perdida
en sí misma: —Cuando el alma feroz
se separa del cuerpo que rechaza,
es sólo una semilla que se abraza
al azar. En este sitio atroz
sólo aquí hay tierra. Le llega su voz,
cruza el fango y la lluvia, el viento traza
su destino inmóvil que la abraza
al suelo. Nace y siente la hoz
de las arpías. Es un vegetal.
Sólo la sangre nos descubre y eso
es lo único propio que tenemos
de antes. También acudiremos
por nuestro cuerpo, que quedará preso
en las ramas, como triste retal.
En tanto que escuchábamos, tembló
todo el bosque, con ese sonido
del jabalí que llega perseguido
por la jauría. El aire se erizó
de miedo y el viento transportó
aullidos y jadeos. El huido
va en busca de refugio, vano ha sido
su intento y en vano lo emprendió.
Pueblan el bosque los terribles ojos
que sólo tienen perro amaestrado
para matar y premio de despojos.
Pude ver a los seres perseguidos
y eran dos hombres. Uno, derrengado,
cayó sobre un arbusto, los aullidos
dieron paso a los dientes que llevaron
sus miembros palpitantes.
Sollozaba
el leño su desgarro e insultaba
al mísero: —¿Por qué no te guiaron
tus pasos a otro sitio, cual gastaron
tu vida disipada? ¿No bastaba
con tu propia desgracia? Y suplicaba:
—Acercadlos a mí.
—Dinos, ¿quién eres?
—¿Qué más os da? Pero si así lo quieres…,
Yo veneré al Bautista por patrón
de mi ciudad. Marte no da el perdón
y bien se alegra en todo cuanto pasa;
uno que hizo patíbulo su casa.