27 Ene CANTO XXVIII- Novena Bolsa. Las Entrañas Dispersas.
Novena Bolsa. Las entrañas dispersas. Destructores de la unidad. Depredadores de la paz. Intrigantes y sembradores de guerras. Mosca. El cuerpo sin cabeza.
¿Dónde hallaré palabras, para hablar
de la sangre y heridas que encontré
entonces? No hay lenguaje que
lo quepa. No lo puede recordar
la memoria, ni imaginar
la mente humana.
Pues ni aunque
todos los muertos y lisiados de
las guerras que han dado en asolar
la Tierra, en su burla, todos juntos,
presentaran sus cuerpos masacrados,
sus vísceras, sus miembros destrozados
y dispersos, ni aún sería el esbozo
de la sombra, ni apenas los barruntos
del infinito horror de aquel pozo
inacabable.
Un tonel desfondado
no se le vaciara como aquel
deshecho que vi entre el tropel,
de cara hacia nosotros, sajado
de ingle a barba y reventado
en sus entrañas.
Le colgaba el intestino
entre las piernas. Del
hueco del vientre abandonado
le salían el hígado y riñones.
El estómago, ya sin sujeción,
oscilaba como un saco entre los
rotos genitales y el corazón,
sin vasos, pingaba en los jirones
de lo que fue pulmón.
Cuando nos vio mirándole,
en el puente, paró
en seco su paso y se echó
las manos al pecho, se abrió
la carne hasta la espalda, y gritó
con fuerza:
—¡Contempla cómo yo
mismo me desgarro! ¡Mira lo
que hace consigo el que dividió
las almas! Delante de mí, y no
muy lejos, va otro con la cabeza
partida en dos, saliéndole los sesos
del cerebro, chocándole los huesos,
un ojo, un oído, y media pieza
de boca y de nariz para tentar
del paso.
¡Tal se paga por sembrar
la discordia y encarnizar
los ánimos! Buena temporada
tuvo el buitre. Pero hoy una espada,
desde dentro, al quererse juntar
nuestros miembros, los vuelve a cortar
de cuajo. ¿Y tú qué haces en la arcada
mirándome así? Ve a tu malhadada
fosa, que poco has de aplazar
tu condena.
—La muerte no ha llegado
a él —respondió mi Maestro—.
Está aquí sólo para ver vuestro
castigo, luego ha de regresar
a la tierra hasta completar
su tiempo. Yo soy el encargado
de guiarle.
Los de alrededor,
al oírle, detuvieron su andar
para mirarme. El otro, sin mirar
a nadie, añadió: —Di al sajador
de turno que ha de ser buen actor,
mejor banquero, y no confiar
en nadie, si no quiere bajar
antes de hora, a ser catador
de su obras.
Y cuando hubo acabado
de decir esto, tras haber alzado
el pie para marcharse, lo fijó
en el suelo, haciendo rechinar
sus huesos. Y el mísero bazar
de vísceras dispersas prosiguió
su lento paso.
Entonces, otro que
tenía la garganta horadada,
una oreja, y la nariz arrancada
hasta las cejas, y que noté
me miraba lleno de estupor, se
apresuró a abrir su desgraciada
boca, que me mostró toda bañada
en sangre, y dijo:
—Tú, que si no me
engaña el parecido vi en el
mundo alguna vez, acuérdate del
intrigante de Lombardía. Y
si acaso es que regresas, di
a Guido y Anginonello, sus mejores,
cuán caro les saldrá ser fiadores
de la paz. Y es seguro que serán
arrojados del barco y ahogados
en un saco, siguiendo los mandados
de un bellaco traidor.
Nunca han visto los mares
ni lo verán
mayor crimen, que ni los perpetrados
por piratas fueran tan deshonrados
e infames. Ese negro truhán
que ve de un solo ojo —y gobierna
la tierra que uno de aquí mejor
no hubiera visto— los invitará
a parlamentar con él, y obrará
de tal modo, que no fuera peor
para ellos, borrasca, ni galerna,
ni el viento del Forcada.
Y yo le dije:
—Si quieres que haga lo
que me pides, muéstrame al que vio
aquel sitio y tan amargo le fue
—según me estás diciendo— que
aún lo llora.
Al punto, se volvió
a otro, tomó su quijada, abrió
su boca hasta las muelas y me
lo mostró: —Éste es, pero no habla.
Mira al rastrero que expulsado
de su patria, quebró la última tabla
de la honradez de César: —»¿De qué
sirve la paz, al que está armado?»
Así habló su rencor y la sed de
venganza .
¡Cuán acobardado estaba
allí, con su lengua arrancada hasta
el fondo, el que tan entusiasta
y audaz en otros tiempos propagaba
la violencia y denostaba
de la paz, renegando de su casta
y ultrajando el verbo en tan nefasta
hazaña!
Entonces, otro que mostraba
ambas manos cortadas, levantó
sus muñones al aire tenebroso,
de modo que su sangre, goteando
en su cara, hacía más miedoso
su rostro desdichado y me gritó:
—Y acuérdate de Mosca, cuando
dije: «Cosa hecha y se acabó.»
Brava simiente para levantar
una discordia que se ha de cobrar
muchas vidas.
—Sí —dije—: Empezó
con tu familia y a nadie dejó
de tu sangre. El otro, al escuchar
mis palabras, comenzó a andar
demente, doblado su dolor.
Yo seguí mirando la horda infernal
y vi entonces algo tan brutal
e insensato, tan lleno de demencia,
que pongo por testigo a mi conciencia
de lo que mostraré que lo callara
si ella con su verdad, no me avalara.
Porque vi —y me parece que aún
lo veo— un cuerpo sin cabeza andando
con los otros. La llevaba colgando,
sujeta por los pelos y según
la mano, la iba girando como un
farol.
Tal vi que iba oscilando
la triste testa y se iba guiando
aquel tronco de modo que ningún
hombre hizo jamás. Era como dos
sin uno y uno sin dos. Y el cómo
pueda ser esto, tan sólo lo
puede conocer Aquel que nos
gobierna.
Cuando el tronco llegó
bajo el arco, alzó su triste pomo,
lo giró hacia nosotros para hablar
y éste dijo: —¡Mira qué dolor
tan grande que no existe mayor,
ni ninguno que se pueda igualar
a éste! Y si quieres llevar
noticias mías, soy el que instigó
al hijo contra el padre y le azuzó
a luchar contra él.
Por separar lo que es uno
en mente y corazón
—cual hizo Anginofel con Absalón
y David—, yo estoy separada
del mío para siempre. Mi razón
es menos que animal: desentrañada.
Así se cumple la ley del Talión.