CANTO XXVIII- Novena Bolsa. Las Entrañas Dispersas.

Novena Bolsa. Las entrañas dispersas. Destructores de la unidad. Depredadores de la paz. Intrigantes y sembradores de guerras. Mosca. El cuerpo sin cabeza.

GALERIA

¿Dónde hallaré palabras, para hablar

de la sangre y heridas que encontré

entonces? No hay lenguaje que

lo quepa. No lo puede recordar

la memoria, ni imaginar

la mente humana.

 

Pues ni aunque

todos los muertos y lisiados de

las guerras que han dado en asolar

la Tierra, en su burla, todos juntos,

presentaran sus cuerpos masacrados,

sus vísceras, sus miembros destrozados

y dispersos, ni aún sería el esbozo

de la sombra, ni apenas los barruntos

del infinito horror de aquel pozo

inacabable.

 

Un tonel desfondado

no se le vaciara como aquel

deshecho que vi entre el tropel,

de cara hacia nosotros, sajado

de ingle a barba y reventado

en sus entrañas.

 

Le colgaba el intestino

entre las piernas. Del

hueco del vientre abandonado

le salían el hígado y riñones.

El estómago, ya sin sujeción,

oscilaba como un saco entre los

rotos genitales y el corazón,

sin vasos, pingaba en los jirones

de lo que fue pulmón.

 

Cuando nos vio mirándole,

en el puente, paró

en seco su paso y se echó

las manos al pecho, se abrió

la carne hasta la espalda, y gritó

con fuerza:

 

—¡Contempla cómo yo

mismo me desgarro! ¡Mira lo

que hace consigo el que dividió

las almas! Delante de mí, y no

muy lejos, va otro con la cabeza

partida en dos, saliéndole los sesos

del cerebro, chocándole los huesos,

un ojo, un oído, y media pieza

de boca y de nariz para tentar

del paso.

   

¡Tal se paga por sembrar

la discordia y encarnizar

los ánimos! Buena temporada

tuvo el buitre. Pero hoy una espada,

desde dentro, al quererse juntar

nuestros miembros, los vuelve a cortar

de cuajo. ¿Y tú qué haces en la arcada

mirándome así? Ve a tu malhadada

fosa, que poco has de aplazar

tu condena.

 

—La muerte no ha llegado

a él —respondió mi Maestro—.

Está aquí sólo para ver vuestro

castigo, luego ha de regresar

a la tierra hasta completar

su tiempo. Yo soy el encargado

de guiarle.

 

Los de alrededor,

al oírle, detuvieron su andar

para mirarme. El otro, sin mirar

a nadie, añadió:  —Di al sajador

de turno que ha de ser buen actor,

mejor banquero, y no confiar

en nadie, si no quiere bajar

antes de hora, a ser catador

de su obras.

                  Y cuando hubo acabado

de decir esto, tras haber alzado

el pie para marcharse, lo fijó

en el suelo, haciendo rechinar

sus huesos. Y el mísero bazar

de vísceras dispersas prosiguió

su lento paso.

 

Entonces, otro que

tenía la garganta horadada,

una oreja, y la nariz arrancada

hasta las cejas, y que noté

me miraba lleno de estupor, se

apresuró a abrir su desgraciada

boca, que me mostró toda bañada

en sangre, y dijo:

 

—Tú, que si no me

engaña el parecido vi en el

mundo alguna vez, acuérdate del

intrigante de Lombardía. Y

si acaso es que regresas, di

a Guido y Anginonello, sus mejores,

cuán caro les saldrá ser fiadores

de la paz. Y es seguro que serán

arrojados del barco y ahogados

en un saco, siguiendo los mandados

de un bellaco traidor.

 

Nunca han visto los mares

ni lo verán

mayor crimen, que ni los perpetrados

por piratas fueran tan deshonrados

e infames. Ese negro truhán

que ve de un solo ojo —y gobierna

la tierra que uno de aquí mejor

no hubiera visto— los invitará

a parlamentar con él, y obrará

de tal modo, que no fuera peor

para ellos, borrasca, ni galerna,

ni el viento del Forcada.

 

Y yo le dije: 

—Si quieres que haga lo

que me pides, muéstrame al que vio

aquel sitio y tan amargo le fue

—según me estás diciendo— que

aún lo llora.

 

Al punto, se volvió

a otro, tomó su quijada, abrió

su boca hasta las muelas y me

lo mostró:  —Éste es, pero no habla.

Mira al rastrero que expulsado

de su patria, quebró la última tabla

de la honradez de César:  —»¿De qué

sirve la paz, al que está armado?»

Así habló su rencor y la sed de

venganza .

 

¡Cuán acobardado estaba

allí, con su lengua arrancada hasta

el fondo, el que tan entusiasta

y audaz en otros tiempos propagaba

la violencia y denostaba

de la paz, renegando de su casta

y ultrajando el verbo en tan nefasta

hazaña!

 

Entonces, otro que mostraba

ambas manos cortadas, levantó

sus muñones al aire tenebroso,

de modo que su sangre, goteando

en su cara, hacía más miedoso

su rostro desdichado y me gritó:

  —Y acuérdate de Mosca, cuando

dije: «Cosa hecha y se acabó.»

Brava simiente para levantar

una discordia que se ha de cobrar

muchas vidas.

 

—Sí —dije—: Empezó

con tu familia y a nadie dejó

de tu sangre. El otro, al escuchar

mis palabras, comenzó a andar

demente, doblado su dolor.

 

Yo seguí mirando la horda infernal

y vi entonces algo tan brutal

e insensato, tan lleno de demencia,

que pongo por testigo a mi conciencia

de lo que mostraré que lo callara

si ella con su verdad, no me avalara.

  Porque vi —y me parece que aún

lo veo— un cuerpo sin cabeza andando

con los otros. La llevaba colgando,

sujeta por los pelos y según

la mano, la iba girando como un

farol.

       

Tal vi que iba oscilando

la triste testa y se iba guiando

aquel tronco de modo que ningún

hombre hizo jamás. Era como dos

sin uno y uno sin dos. Y el cómo

pueda ser esto, tan sólo lo

puede conocer Aquel que nos

gobierna.

 

Cuando el tronco llegó

bajo el arco, alzó su triste pomo,

lo giró hacia nosotros para hablar

y éste dijo:  —¡Mira qué dolor

tan grande que no existe mayor,

ni ninguno que se pueda igualar

a éste! Y si quieres llevar

noticias mías, soy el que instigó

al hijo contra el padre y le azuzó

a luchar contra él.

 

Por separar lo que es uno

en mente y corazón

—cual hizo Anginofel con Absalón

y David—, yo estoy separada

del mío para siempre. Mi razón

es menos que animal: desentrañada.

Así se cumple la ley del Talión.