27 Ene CANTO XIX- Tercera Bolsa. La Carcoma Abrasada.
Tercera Bolsa. La carcoma abrasada. Manipuladores de los bienes sagrados. Simoniacos.
Hemos llegado al tercer foso y
estamos en el medio del arco, en
la mitad del puente, y también
al medio del tercer abismo, ni
tan hondo ni tan estrecho, pero sí
más terrible que los otros.
Ven mis ojos que caen en terraplén
sus paredes, y la tierra —allí
lívida— está llena de agujeros
redondos e iguales como cuando
entra en la madera la carcoma.
Por cada uno de ellos asoma
un par de piernas, y los pies, formando
antorchas, arden como candeleros
de aceite, desde el calcañar
a la punta.
Patean de dolor
aquellos miembros, con tal furor
y rabia, que harían saltar
los altares. Y cual suele pasar
con las llamas mantenidas por
fluidos grasos, producen terror
y gran miedo, pues parecen flotar
en la superficie.
Y tras mirar
todo alrededor: —¿Quién es, Señor,
ésa que oscila más que las demás?
—Si quieres que te acerque, lo sabrás
por ti —me dice—. —Tú sabes mi temor
y mi ansia.
Y así, tras llegar
al cuarto foso, volvemos atrás
a la izquierda. Mi Guía me toma por
la cintura, me asienta con vigor
en sus caderas y me baja al compás
de sus pisadas, sorteando las
llamas que forman alrededor,
en las laderas, un aterrador
espectáculo, tal como jamás
se ha visto, hasta dejarme junto
al hoyo que buscamos.
Ya al asunto a que venimos,
me dirijo a aquel
miserable, inclinándome sobre el
orificio. Y él, así que me oyó,
grita: —¿Tan pronto, Bonifacio?
No te esperaba aún. ¿Ya se hartó
tu alma de riquezas, y de haber
engañado a la Iglesia, y de hacer
simonía con sus bienes? Yo
quedé mudo. Mi Guía me indicó:
—Dí: «No soy el que esperas».
Fue saber mi respuesta y enfurecer
como un demente. Luego añadió
amargamente: —Entonces, ¿qué deseas?
¿A qué vienes? ¿Qué te importan las teas
de mis pies? Y ya que estás aquí,
te diré que no ha poco revestí
la púrpura, ávido de amasar
para los míos, y vine a dar
a este pozo.
Yo estaba como
el fraile que confiesa al traidor
que —ya hincado— le reclama por
aplazar su muerte. Y abierto el pomo
de su infamia, prosiguió sin asomo
de vergüenza: —Aquí hay mucho pastor
de mi estilo. Sobre mi antecesor
yazco, y un nuevo mayordomo,
aún peor al que espero, tomará
su puesto. ¡Ése sí esquilmará
al rebaño! Será como el Jasón
de los Macabeos, siervo y pendón
de reyes y los gustos del poder.
Y aquí ya no me pude contener
más: —Di ¿cuánto pidió el Señor
a Pedro? Y Pedro y los demás,
¿cuánto pidieron? No iban detrás
del oro, salvo uno, el peor
de los hombres. Queda con tu dolor
y retuércete, porque aún más
fuerte fuera el fuego en que estás
y fuera justo. Sois el horror
y la burla de la Iglesia y del mundo.
Juan ya os vio como la mujerzuela,
desposada del rey, que se vende
en el arroyo. Di: ¿cómo entiende
vuestra razón y vuestra escuela
la idolatría? Y si no hundo
más mi lengua, no es por falta de
ganas: me lo veda el respeto
al cargo del que hiciste amuleto
de Midas. ¡Ay, Constantino! ¡Qué
amarga tu dote! Porque fue
rico el pastor.
Y en tanto yo arremeto
indignado —sea por el objeto
de mis palabras o por la rabia de
escucharlas—, el mísero, al mismo
tiempo, pataleaba con más
furia.
Creo que a mi Guía le agradó
mi discurso. Tras ello me abrazó,
y cual me trajo, me vuelve atrás,
hasta dejarme sobre el cuarto abismo.