CANTO VI- Tercer Círculo

Tercer Círculo. El cenagal de la lluvia eterna: Cerbero. Las almas encenagadas en el placer de los sentidos. Diálogo con Ciacco sobre Florencia. Primera predicción.

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Me desperté del desvanecimiento

de la pena, en el círculo tercero,

el de la lluvia eterna. Allí Cerbero

ladra con tres gargantas. Ni un momento

cesan lluvia y aullidos en tormento

continuo. Hiede la tierra, vertedero,

lodazal, agua sucia, sumidero

de dolor, soledad y desaliento.

 

Se ceba el monstruo con los condenados,

hunde, desgarra, arranca y despedaza

los cuerpos con sus uñas avezadas,

y aquellos miserables atrapados,

queriendo huir, le dan como carnaza,

las partes que no han sido desgarradas.

 

Ojos rojos de sangre, desvaídos,

pelo negro y grasiento, vientre hinchado

y vacío; tres bocas —desgarrado

deseo—, los miembros, estremecidos,

no dejan de temblarle. Entre alaridos,

corre por el oscuro descampado.

El agua le hace aullar desesperado,

desesperando el aire y los oídos.

 

Mi Guía tomó tierra y a puñados,

se la arrojó a sus fauces. Cual se aquieta

el perro ante el festín y sólo atiende

al mísero quehacer de sus bocados,

así la fiera se quedó sujeta

a su ansia, lodo que hacia el lodo tiende.

 

Íbamos sobre formas aplastadas

bajo la recia lluvia, parecía

que eran cuerpos humanos, atonía

de miembros inconexos, abotargadas

mentes inanes, ciegas, desvariadas.

Perdida al par que la razón, la hombría,

eran barro que en barro se movía.

 

Una de aquellas formas desgraciadas

se alzó y me dijo: —Di si me conoces,

viví en tu tierra cuando tú naciste…

Dime que aún os acordáis de mí.

 

—La lluvia y tus tormentos tan feroces,

te desfiguran. Pero di: ¿quién fuiste?

¿Cuál es tu nombre? ¿Por qué estás aquí?

 

—Tu ciudad, que rebosa de la envidia

hasta colmarla, fue también la mía

y yo también la amé. No es mi agonía

por robo, por traición ni por falsidia.

Ciacco es mi nombre, caí en la perfidia

del comer y el beber; sin otro guía,

se fue quedando mi razón vacía

y me hundí en la negrura y la desidia.

 

—Ciacco —dije—, tu pena me conmueve

y me llena de lástima, mas dime,

si lo sabes, la Patria, ¡tan querida!,

¿cuál es la causa que a sus males mueve?

¿hay algún justo aún, en que se estime

esa ciudad, tan bella y dividida?

 

Y él: —Bando blanco contra negro bando

y entre ambos, la soberbia, la codicia

y la envidia; orgullo e impericia

con su vana pasión, están sangrando

la dulce tierra que el ser nace amando.

¡Cómo duele mirar cómo se envicia

y que la fatuidad y la estulticia,

ufanas, llevan el timón y el mando!.

Hay justos, sí. Nadie les hace caso.

Se desprecian los nobles ideales.

Todos buscan riquezas y poder.

Nave dejada al rumbo del acaso…,

Escollos, arrecifes, arenales.

Tal es su suerte. No lo quieren ver.

 

Cuando regreses a la dulce tierra,

deja entre los hombres la memoria

de mi nombre. Ya la oscura noria

se acerca; ya mi razón se encierra

para siempre… Pero mi ser se aferra

a ser en lo que amé.

 

—¡Giacco, tu historia

vivirá! Triste rememoratoria

de este momento en que tu amor se aterra.

 

Alzó luego él, los ojos con tristeza,

me miró un poco, inclinó la cabeza,

y cayó al lodo con los otros ciegos.

 

Dijo entonces mi Guía: —Se ha apagado

del todo. Ahora es barro que ha olvidado

su fe, su amor, su causa y sus apegos.

 

Y añadió: —De aquí ya no se levanta

hasta el día en que la omnipotencia,

en su infinito Amor y su paciencia,

entregue al Ángel, la trompeta santa.

Irá a la tierra que su cuerpo aguanta,

recogerá su carne, y la sentencia

de la suma Bondad, suma Prudencia,

no añadirá más pena a cuanta

hoy tiene.

 

Proseguimos por el cerco,

hasta el lugar en donde se desciende

a círculo más hondo y más rapaz.

Y allí encontramos, altanero y terco,

al monstruo turbio cuya vista ofende:

Plutón, el enemigo de la paz.