Séptima Bolsa. Caco, el centauro ladrón. La cuadrilla. Ladrones robándose. La forma humana. Cianfa, Agnel, Bouso, Sciacca. Metamorfosis infernales.
Cuando acabó,
alzó el brazo con gestos indecentes
contra Dios. Desde entonces las serpientes
me caen bien: una se le enroscó
en el cuello, otra le ató
los brazos a la espalda y sus dientes
y anillos sirvieron contundentes,
de respuesta. El procaz huyó,
sin añadir palabra y me bastó
con verlo.
¡Ay, Pistoya! ¿Por qué no
te aniquilas, si tus hijos de hoy son
peores que los de antes? Ni con
lupa, se podría hallar, ni en el
mismo Báratro, otro como aquel
tuyo en el encono.
Vi llegar
a galope un centauro que gritaba:
—¿Dónde fue ladrón? Su grupa anudaba
más reptiles que pudieran criar
las marismas.
Vi en su lomo montar un terrible
dragón que vomitaba fuego,
y a su paso lo arrasaba todo.
Y mi Guía, sin esperar
la pregunta: —Ése es Caco, que
bajo las rocas del monte
Aventino,
más de una vez hizo un lago de
sangre con reses y ganados.
No está con su raza, porque robó
y mató sin hambre. Su desatino
salió al fin y Hércules le aplastó
a golpes con su maza, al pie
de su cueva —más de cien—, aunque
él no llegó a sentir el décimo.
Yo, atento a mi Guía y él a mí,
no nos percatamos de un grupo
de tres almas que se acercaba.
Fue que una alzó el rostro y nos
gritó: —¿Quiénes sois?,
pero sin dejar ver sus caras.
Mas suele suceder
que la gente, al hablar, nombre a
otros; y uno dijo: —¿Dónde se ha
quedado Cianfa? Y por el compañero,
supe la panda.
Y aquí no espero que me creáis.
Yo lo vi y mi mente
aún vacila. Estaba observando
a esos tres, cuando vino reptando
entre los guijos una gran serpiente
de seis patas, y una vez frente
a ellos dio un salto, abrazando
el cuerpo de uno y apretando
a él, el suyo.
Inmediatamente,
con las patas de en medio, le
rodea el talle, con las de
delante, ata sus brazos y pega la
boca a sus mejillas, las de atrás a
los muslos, mientras la cola del
bicho, por la entrepierna,
aprieta el torso y la espalda.
Nunca fuera
hiedra más contra el árbol, ni cordel
más prieto y anudado, como aquél
y ésta. Luego, como la cera,
se entremezclan sus carnes y no era
hombre o reptil, escamas o piel:
todo revuelto, como si el troquel
de formas y sustancias se hubiera
roto. —¡Agnel, Cómo has cambiado,
—le dicen—, eres ni uno ni dos.
De una cabeza se forman los
dos semblantes;
las carnes se confunden;
las partes se transmiembran y se funden
entre sí. Contemplo, anonadado,
patas, brazos, cuellos,
vientres que se entreamasijan,
y el primer porte se borra,
para aparecer
formas sucias y perversas, de
tal degradación y fealdad, que
es recordarlas y enmudecer
de repugnancia.
Y aquel ser
ambiguo —dos y nadie—, se fue
alejando lentamente, usando
sus medios miembros, medio reptando,
medio de pie, de un modo vacilante
e inconexo, ante el mudo desplante
de los otros. Yo, lleno de estupor,
pensaba que no cabe más horror.
Cuando en agosto abrasa la calor
y el lagarto precisa cambiar
de arbusto, parece emular
al rayo. Tal, y llena de furor,
vi una pequeña sierpe del color
de un grano de pimienta trepar
por las piernas de otro, alcanzar
su vientre y penetrarle por
el ombligo. Tras morderle, cayó
al suelo mirándole.
Abrió el mordido la boca y bostezaba fiero.
La sierpe le devolvía
el mismo gesto. Mientras, se formaba
un humo denso y negro que salía
de herida y fauces.
¡Callen poetas de antaño!
¡Calle Ovidio, cuando
en sus Metamorfosis va cambiando figuras!
He aquí dos naturas quietas,
frente a frente, dos esencias, sujetas
la humana a la maldita, trastocando
sus distintas materias, trasmutando
sus diversas sustancias repletas
de odio.
El hombre y la serpiente
se correspondían de tal manera,
que cuando ésta abrió la cola en forma
de horquilla, aquél hace la horma
contraria: junta los pies, aglomera
piernas y muslos, y torpemente
los adelgaza hasta no dejar
rastro de su antigua función.
Mientras, la cola hendida se hace con
los miembros hechos para andar.
La piel de ésta se ablanda, al par
la otra endurece.
Vi la consunción
de los brazos y su desaparición
en las axilas, y los vi formar
en la serpiente a la altura del hombro.
Las patas del reptil se unen y
forman el miembro que el
hombre oculta y el de éste formaba aquellas.
En tanto, el humo daba
el color de serpiente y su textura
al hombre y viceversa, haciendo
salir en una, el pelo que quitaba
al otro. Entonces la que se arrastraba
se yergue, y el erguido cae mordiendo
el polvo, siempre manteniendo
la mirada de odio que cambiaba
mutuamente sus rostros.
Al que estaba
alzado se le va encogiendo
la boca hacia las sienes. Con
la piel sobrante se hacen las
orejas y la que no corrió atrás
se levanta, conforma la nariz,
los pómulos, redondea el mentón
y engruesa los labios,
dando el cariz propio a la boca.
El que cayó,
al mismo tiempo va adelgazando
la cabeza, que se alarga, echando
el hocico hacia adelante. Lo
que eran orejas se esconden —no
muy diferente al caracol cuando
mete los cuernos—. Y llegando
al final, la lengua que se empleó
en el habla se hiende en canal,
mientras se une en la otra. Y el
humo cesa. El alma de aquél
—ya serpiente— huye silbando
por la fosa y el reptil, hablando,
la corre y esputa. Se vuelve al
que queda: —Ahora quiero —le
dice— que Bouso se arrastre y
repte como lo hice yo.
Tal vi,
en el séptimo agujero de
las Bolsas Malditas, cómo se
odiaba y despojaba entre sí,
la infame raza; y hable en mi
favor su rareza, si no lo he
descrito bien.
Huyen esos dos,
mas no tan ocultos que —aunque
ofuscado— no viera a Sciacca,
el que quedó con su antigua
forma de los primeros.
El otro, mejor le orille
el olvido. Tú no puedes, Gaville.